

Continuamos esta sección con tres textos del renombrado poeta mexicano.
Francisco Hernández
Fantasma
Amo las líneas nebulosas de tu cara,
tu voz que no recuerdo,
tu racimo de aromas olvidados.
Amo tus pasos que a nadie te conducen
y el sótano que pueblas con mi ausencia.
Amo entrañablemente tu carne de fantasma.
Ovillada sobre la piel de tigre
Ovillada sobre la piel de tigre, la gata sueña que persigue a
un tigre bajo los cortinajes del obispado y por los corredores
de la sacristía.
Desgarran sotanas, vuelcan la pila bautismal, suben al
púlpito, ruedan sus peldaños, rompen monaguillos de yeso y
derriban una larga hilera de cirios hasta quedar mirándose
dentro de la tristeza del confesionario.
Ella lo ve con obediencia, se acomoda bajo su vientre y hace
que la monte una y otra vez hasta que la fiera es sólo ardores
y cansancio.
Reposan un segundo que dura siglos: el tigre huye
nuevamente.
Sube a lo alto de la torre, destroza la yugular del campanero
y se arroja al vacío para internarse en otro sueño…
Gritar es cosa de mudos
Carajo, esto es el acabose.
Aunque ignoro si sea el momento exacto
-uno nunca sabe
cuándo cerrar la boca o cuándo unas palabras graves
nacerán en la frente- pero a dar curso vengo
a todo lo que se está ahogando dentro y fuera de mí:
las escamas infantiles,
el sabor de miseria,
la impasible visión de los espejos.
Bajo el viento abro el tercer postigo.
Veo cómo las hojas se espuman y se esfuman;
veo caballos del alba pasar a tumbos
sobre el lomo del río;
niños sin frazadas; árboles huecos
que cayeron del cielo;
gritos hundidos dentro de sí mismos: los veo ser
descubiertos
por luciérnagas y alertados por un perro de aguas
que conoce años ha la suerte de los náufragos.
¿Y?
Ahora yo, oteando tu cadáver a última hora
vestido con ropa limpia, oigo el triste silbato
que me obliga a bajar apresuradamente de la cubierta
para oler el aceite que te untaron en las orejas.
En tu garganta hay címbalos,
peces que no conocían la superficie del mar.
Y ahora yo el desterrado lluevo sobre los cirios,
doy vueltas y vueltas a tu cuerpo sin sangre
y me detengo.
Como si entrara a una librería desconocida
hojeo tus párpados en busca de la última palabra
cuyo significado te dolía.
¿Quién se cortó la lengua ante el espejo?
Mis huesos, sin otra cosa que calor,
se van agazapando en las esquinas.
Mis cabellos cuelgan de la levadura
de los árboles, mis duelos se nutren en el plato
del vagabundo y llego ante él sin vísceras.
Con el pellejo temblando como gelatina
me empotra en la pared: lo escucho.
Sólo su nombre retuerce mi ocio y me reanima.
Pero yo, siempre yo por debajo de todo,
sigo pensando que gritar es cosa de mudos
y que escuchar es intercambiar ecos
con barcos fantasmas o con muertos
que han perdido la esperanza de vengarse.