El mar arroja sus monedas de oro
EZRA, ARA VOS PREC
Cae la dorada luz de Pisa sobre el papel en blanco,
hiere con delirio los tejados, las buhardillas, el agua
violeta del cielo amarillo en los verdes estanques,
las aldabas, el gris de las ropas tendidas en los patios,
los candelabros, los vitrales de la catedral
enternecida, los sabios espejos, la tinta, la piel quemada
de las bailarinas del bosque.
El otoño envenenado de rojo crece en los muros.
Un monje anciano alimenta a sus perros de piedra.
Crece el día en el reloj de agua, gotea.
El guardabosque habla efusivamente con el pintor
de aves, le vende unos colores y un canario.
Una nube púrpura en forma de caballo relincha sobre los nogales.
Desde un extraño día de noviembre, el día de los muertos,
llega el viento sudeste, el siroco, hasta su cuarto.
Con los oros bruñidos de sus flautas arden los cantos
de Giacomo Leopardi y retumban en su cabeza,
a esta hora sin augurios, cuando han apagado las lámparas,
y un color del mar cae del cielo: un Martín pescador.
El poeta tiene miedo, se oculta en la extraña luz de Pisa
sobre el papel en blanco, duerme.
LILITH
¿Quién apartará de mí este oscuro manto,
esta sombra que me sigue a todas partes? A pesar de todo,
en la hora de la tormenta, leo en el rayo
las palabras del cielo.
Alguien sabrá cuando nací. Yo no lo sé.
Una antigua historia dice que yo
soy una diosa oscura, pero bella. Otra cuenta que soy
un demonio de la noche
un hada maligna entre animales salvajes.
Irresistible, portentosa, mi desnudez invasora corregía
la soledad de estos jardines primigenios,
y mi voz llamó al primer hombre,
al que lloró de amor entre mis brazos.
En la cabaña edénica Adán fue mío. Míos sus labios sin palabras
en mis labios, mías sus manos cadenciosas como una música.
Sé que en la noche de su amor el mundo se detuvo en el Paraíso.
El verbo era esplendor entre las voces y los silencios,
y era esplendor otra vez.
El mar se aferraba con uñas a sus aguas, y yo, Lilith,
sentía bajar las auroras llenas de pájaros hasta mi sueño,
sentía el otoño olfateando las secas ramas,
los rojos senderos, la oxidada luz de las playas.
Entonces apareció ella, la elegida, con voz inflamada
en la noche,
mientras yo me aferraba a la sombra, sentía morir la belleza
a cada instante, tanto amor guardado con quimeras
durante siglos, durante largos otoños en hondísimos jardines
que regaron mis llantos, mi palabra cadenciosa y embrujada.
Desde esa noche sin tiempo, sin música,
mi rostro tuvo su palidez, su máscara inmutable.
Alguna vez fui la más bella de las criaturas, dueña de una belleza
que hacía temblar los astros.
Fui una gacela entre los bosques, la luna me seguía a todas partes,
Sembré en los bosques el primer canto de amor,
recogí la primera cosecha, hijos bañados de esplendores
como el oro. Y Eva marchitó mi encanto, borró mi sonrisa.
Por eso me volví serpiente
y le di a comer la manzana.
SIRENA
De una tela de John William Waterhouse
En las madrugadas interminables de los bosques
que enmarañan esta ciénaga,
yo soy la sirena, hija indomable de estas aguas
y de la infinita belleza de los peces que cubren de plata
los torbellinos y las cascadas.
A esta hora me baño en la orilla donde encienden mis ojos
las piedras preciosas,
y mi canto enternece las lunas rojas del trópico
y los lobos olfatean mis escamas.
PÚRPURA
De dónde me llamaba la tierra, de qué labios
en la hondura de los bosques enrojecidos
por el verbo y por la carne?
¿Qué voz en las bellas estatuas que me amparaban
en los suburbios, en las selvas oscuras, la huida?
Entre los matorrales y la lluvia difuminada en los arroyos,
en los cántaros, atado al árbol del invierno
yo escuchaba los gritos, el temblor de unos labios enrojecidos
apretando mi nombre
hasta que sangraban todas las ciruelas.
PIROGRABADO
Dejo esta luz en la orilla de la madera, tallo tu mirada
guardada en mis manos hace muchos inviernos
y me sumerjo con ella en el rio.
He de guardar tu mirada en el agua, tus ojos iluminados
en versos de Homero,
tus mejillas sonrojadas en un bosque antiguo
donde fui leñador,
donde alimenté mis hogueras y mis noches guardaron
su aroma y su ceniza.
¿Quién eras antes de ser árbol y antes de ser
rostro de doncella y antes de ser mi esclava?
Tallaré también un verso en tus labios para que
llames a tus hermanas,
te daré un verso donde retocen las auroras y los pájaros
y baje con el fuego
hasta tu sueño el nombre que anhelabas antes de ser
milagro y ser amor en esta isla.
UNA CARTA DE CAMILLE CLAUDEL A RODIN
¿Dónde dejamos las palabras que una vez
levantamos con barro y madera?
¿Quién puede quebrarlas ahora que el otoño
revienta en los campos
y se oxidan los ríos y los árboles con otro
fuego más profundo?
Hay algo de ese fuego en los muros del manicomio.
Hay mucha tristeza en esa fuente que mana
el agua del olvido,
no la fuente que vi en tus ojos cuando me besaste
y yo me ahogaba.
No creo que otro monólogo pueda decirlo,
no esa misma soledad embriagando
el delirio de estos colores.
Dejo el cielo junto a los jardines de Francia,
en aquellos ojos tristes que me ven
cuando quiebro el horror que te hizo bello.
¡Oh Rodin! La muchacha en llamas se está despidiendo.
¿Cómo sabías que había gente dentro
de esa gran piedra blanca?,
me preguntó un niño que me vio llorar
con su lindo gato en los brazos.
No sé lo que ocurrirá después,
no conozco otro infierno donde pueda esculpir tu rostro
sin que tu ambigua mente de piedra me haga daño.
HELENA DE TROYA
Grecia, si aún recuerdas mi nombre, dímelo.
He sido arrojada a esta playa como una ola fosforescente,
he sido otra vez un ave descalza sobre la arena,
midiendo el poderío de esta luz.
Aún siento el rumor de los versos que encendían
las lámparas mientras yo enfermaba de belleza,
lloraba detrás de los desiertos,
en los jardines brumosos donde el guerrero
esculpía la piedra y afilaba sus cuchillos.
¿Dónde está la historia del fuego, dónde sus fábulas?
El libro del fuego se abre como una candente
ciudad en ruinas, donde salmos y bosques nocturnos
arden en la primavera.
Lentamente sus páginas me van borrando…
(El sueño se derrama sobre mí como una lluvia de oro
en las tinieblas; infinitas mariposas muertas rodean la playa).
El tiempo que me convierte en una efigie de la guerra
ahora me abandona, me otorga su irascible reloj de arena.
¿Quién dirá en el infierno algo sobre la belleza que perdí,
sobre los días que quemaron mi arcilla íntima?
Dentro de mí hay un verano, el más quemante verano de todos.
¿Cuántas plagas rodearon la cabeza del griego que me besó
en los aposentos, en la penumbra donde yo era una gacela
con fuego en las pupilas?
No sé qué agonías tejieron su corazón deshabitado,
pero fueron muchas.
Y él, Menelao, rey de Esparta, él más celoso de los mortales,
jamás pudo dormir a mi lado, jamás el sueño lo alcanzó:
el fuego de mis palabras lo consumía.
En los altares murmuro mis obligaciones con la divinidad.
Veo las verticales columnas,
los ventanales hacia el otro mundo,
las ánforas del vino o la sangre,
el cristal nervioso de las aguas donde me asomo
y se avivan los truenos, los relámpagos.
Sé que moriré un día entre esas llamas.
Para poner mis pies sobre la aurora de las calles
un cadencioso lino egipcio
cubre mi piel, me rodeo de tal forma que no noten
demasiado el candoroso efluvio
de hermosura que aún me queda,
el brillo de una sensualidad agotadora
que todavía es música entre los hombres.
No soy cruel, no soy impetuosa, no soy terrible
como muchos lo creen;
soy dulce, soy la dulce Helena de las murallas, y con albas manos
y labios sedientos he sostenido las soberbias de un rey.
Si aún soy Helena ante los muros de Grecia, ante los mares
de Grecia, bajo el cielo lustroso que preserva los mitos,
que todo lo ve desde sus azules estancias,
si aún hay oído para esta voz melindrosa
que ruega en las sombras,
entre los muertos de una guerra infame,
Zeus sabrá que no fui yo la que trajo
tal zozobra, que sólo fui una imagen para el recuerdo
de la noche griega,
que aún arden mis nervios ante el claro ruiseñor
de los desiertos, su canto embriagado de metáforas.
UN POETA SIOUX
Clavaré mi lanza luminosa en la noche oscura,
visitaré el aposento color esmeralda de la criatura nocturna
y sus hermanos,
les diré dónde enterró la tribu su último crepúsculo,
dónde limpió sus lámparas;
después salpicaré de espumas del desierto rojo
los pies de barro del jefe siux, brillaré sus dientes;
y ya junto a los estanques,
cuando haya borrado con mis manos de lija
el hollín de las hogueras
y haya limado las agujas de plata de mis dardos
visitaré a la india,
mataré los leones y los cuervos de sus ojos azules
antes de quedarme impávido en ese aroma, en esa música
adorable que la arropa en su tienda.
EL MAR ARROJA SUS MONEDAS DE ORO
La noche dejó un gesto tuyo guardado en la llama.
Inmóviles en la memoria las columnas,
el ajedrez de mármol traído del museo
pieza por pieza,
la luz de la hiedra sobre los azules,
los siglos de esa criatura blanca con su cítara
esperándome en el sueño,
mientras el mar arroja sus monedas de oro en la orilla
y la mirada de tus ojos violáceos desciende
y las recoge.
ISOLDA
Revolotean sobre la estridente luz de las ruinas
los pájaros, los papiros del aire,
las cometas.
Vivo dentro de la música, y ya casi enternecida
busco refugio en esta torre, en la alta luz medieval
donde mi oído enferma de silencio, de pájaros, de memoria.
Algunas veces su tristeza lo trae por el camino de los ciruelos,
viene Wagner con música de Wagner.
Y dice que la música es más hermosa que la vida.
Viene por el camino de los robles, tararea
un recuerdo, una noche de invierno en Italia
cuando sus dedos enfermaron,
tenía los dedos llenos de frío, engarrotados,
indóciles para el piano que temblaba en el umbral,
mientras Nietzsche cantaba loco en una góndola
sobre el canal de Venecia.
Wagner sabe que yo soy la música, el remedio cruel
para alguien que ya no está en este mundo, y en él arde
mi sangre nórdica cuando sus labios me llaman.
Por eso viene a visitarme, por eso me busca.
Ahora atraviesa el camino de la granja, y las berenjenas moradas
le recuerdan las noches de Tubinga, los funerales
de las marionetas. Y más arriba, junto al estanque,
escucha la canción de las puntuadas hojas verdes de las coníferas,
la canción del invierno que está dentro del abeto,
sus truenos verdes y amarillos.
Yo observo desde mi ventana como un ángel entristecido;
desde aquí escucho la riqueza del mundo,
la densidad del mundo, escondida en mi caracol de piedra.
Wagner abre la verja de hierro, su negra estridencia
soportando el peso de dos halcones, y mira el jardín
donde enterramos una vieja obertura,
enterramos bajo el crepúsculo de cereza al Holandés Errante.
Y entonces mira la puerta.
No entra.
Susurra mi nombre y llora.
Esa puerta la hice con las tablas de un anciano piano alemán
que nos regaló mi abuela.
Y con las cuerdas hice una serie de trampas en el jardín
para cazar mariposas.
Oh, se ven tan hermosas en los espejos de la torre.
Wagner se quedó como una estatua de mármol en el jardín.
No quiere entrar a causa de mis ocurrencias, sabe que soy
demasiado bella para él.
No soporta que me haya metido de lleno en su vida.