Fernando Denis

El mar arroja sus monedas de oro

 

 

 

 

EZRA, ARA VOS PREC

 

Cae la dorada luz de Pisa sobre el papel en blanco,

hiere con delirio los tejados, las buhardillas, el agua

violeta del cielo amarillo en los verdes estanques,

las aldabas, el gris de las ropas tendidas en los patios,

los candelabros, los vitrales de la catedral

enternecida, los sabios espejos, la tinta, la piel quemada

de las bailarinas del bosque.

El otoño envenenado de rojo crece en los muros.

Un monje anciano alimenta a sus perros de piedra.

Crece el día en el reloj de agua, gotea.

El guardabosque habla efusivamente con el pintor

de aves, le vende unos colores y un canario.

Una nube púrpura en forma de caballo relincha sobre los nogales.

Desde un extraño día de noviembre, el día de los muertos,

llega el viento sudeste, el siroco, hasta su cuarto.

Con los oros bruñidos de sus flautas arden los cantos

de Giacomo Leopardi y retumban en su cabeza,

a esta hora sin augurios, cuando han apagado las lámparas,

y un color del mar cae del cielo: un Martín pescador.

El poeta tiene miedo, se oculta en la extraña luz de Pisa

sobre el papel en blanco, duerme.

 

 

 

 

LILITH

 

¿Quién apartará de mí este oscuro manto,

esta sombra que me sigue a todas partes? A pesar de todo,

en la hora de la tormenta, leo en el rayo

las palabras del cielo.

Alguien sabrá cuando nací. Yo no lo sé.

Una antigua historia dice que yo

soy una diosa oscura, pero bella. Otra cuenta que soy

un demonio de la noche

un hada maligna entre animales salvajes.

Irresistible, portentosa, mi desnudez invasora corregía

la soledad de estos jardines primigenios,

y mi voz llamó al primer hombre,

al que lloró de amor entre mis brazos.

En la cabaña edénica Adán fue mío. Míos sus labios sin palabras

en mis labios, mías sus manos cadenciosas como una música.

Sé que en la noche de su amor el mundo se detuvo en el Paraíso.

El verbo era esplendor entre las voces y los silencios,

y era esplendor otra vez.

El mar se aferraba con uñas a sus aguas, y yo, Lilith,

sentía bajar las auroras llenas de pájaros hasta mi sueño,

sentía el otoño olfateando las secas ramas,

los rojos senderos, la oxidada luz de las playas.

Entonces apareció ella, la elegida, con voz inflamada

en la noche,

mientras yo me aferraba a la sombra, sentía morir la belleza

a cada instante, tanto amor guardado con quimeras

durante siglos, durante largos otoños en hondísimos jardines

que regaron mis llantos, mi palabra cadenciosa y embrujada.

Desde esa noche sin tiempo, sin música,

mi rostro tuvo su palidez, su máscara inmutable.

Alguna vez fui la más bella de las criaturas, dueña de una belleza

que hacía temblar los astros.

Fui una gacela entre los bosques, la luna me seguía a todas partes,

Sembré en los bosques el primer canto de amor,

recogí la primera cosecha, hijos bañados de esplendores

como el oro. Y Eva marchitó mi encanto, borró mi sonrisa.

Por eso me volví serpiente

y le di a comer la manzana.

 

 

 

 

SIRENA

De una tela de John William Waterhouse

 

En las madrugadas interminables de los bosques

que enmarañan esta ciénaga,

yo soy la sirena, hija indomable de estas aguas

y de la infinita belleza de los peces que cubren de plata

los torbellinos y las cascadas.

A esta hora me baño en la orilla donde encienden mis ojos

las piedras preciosas,

y mi canto enternece las lunas rojas del trópico

y los lobos olfatean mis escamas.

 

 

 

 

PÚRPURA

 

De dónde me llamaba la tierra, de qué labios

en la hondura de los bosques enrojecidos

por el verbo y por la carne?

¿Qué voz en las bellas estatuas que me amparaban

en los suburbios, en las selvas oscuras, la huida?

Entre los matorrales y la lluvia difuminada en los arroyos,

en los cántaros, atado al árbol del invierno

yo escuchaba los gritos, el temblor de unos labios enrojecidos

apretando mi nombre

hasta que sangraban todas las ciruelas.

 

 

 

 

PIROGRABADO

 

Dejo esta luz en la orilla de la madera, tallo tu mirada

guardada en mis manos hace muchos inviernos

y me sumerjo con ella en el rio.

He de guardar tu mirada en el agua, tus ojos iluminados

en versos de Homero,

tus mejillas sonrojadas en un bosque antiguo

donde fui leñador,

donde alimenté mis hogueras y mis noches guardaron

su aroma y su ceniza.

¿Quién eras antes de ser árbol y antes de ser

rostro de doncella y antes de ser mi esclava?

Tallaré también un verso en tus labios para que

llames a tus hermanas,

te daré un verso donde retocen las auroras y los pájaros

y baje con el fuego

hasta tu sueño el nombre que anhelabas antes de ser

milagro y ser amor en esta isla.

 

 

 

 

UNA CARTA DE CAMILLE CLAUDEL A RODIN

 

¿Dónde dejamos las palabras que una vez

levantamos con barro y madera?

¿Quién puede quebrarlas ahora que el otoño

revienta en los campos

y se oxidan los ríos y los árboles con otro

fuego más profundo?

Hay algo de ese fuego en los muros del manicomio.

Hay mucha tristeza en esa fuente que mana

el agua del olvido,

no la fuente que vi en tus ojos cuando me besaste

y yo me ahogaba.

No creo que otro monólogo pueda decirlo,

no esa misma soledad embriagando

el delirio de estos colores.

Dejo el cielo junto a los jardines de Francia,

en aquellos ojos tristes que me ven

cuando quiebro el horror que te hizo bello.

¡Oh Rodin! La muchacha en llamas se está despidiendo.

¿Cómo sabías que había gente dentro

de esa gran piedra blanca?,

me preguntó un niño que me vio llorar

con su lindo gato en los brazos.

No sé lo que ocurrirá después,

no conozco otro infierno donde pueda esculpir tu rostro

sin que tu ambigua mente de piedra me haga daño.

 

 

 

 

HELENA DE TROYA

 

Grecia, si aún recuerdas mi nombre, dímelo.

He sido arrojada a esta playa como una ola fosforescente,

he sido otra vez un ave descalza sobre la arena,

midiendo el poderío de esta luz.

Aún siento el rumor de los versos que encendían

las lámparas mientras yo enfermaba de belleza,

lloraba detrás de los desiertos,

en los jardines brumosos donde el guerrero

esculpía la piedra y afilaba sus cuchillos.

¿Dónde está la historia del fuego, dónde sus fábulas?

El libro del fuego se abre como una candente

ciudad en ruinas, donde salmos y bosques nocturnos

arden en la primavera.

Lentamente sus páginas me van borrando…

(El sueño se derrama sobre mí como una lluvia de oro

en las tinieblas; infinitas mariposas muertas rodean la playa).

El tiempo que me convierte en una efigie de la guerra

ahora me abandona, me otorga su irascible reloj de arena.

¿Quién dirá en el infierno algo sobre la belleza que perdí,

sobre los días que quemaron mi arcilla íntima?

Dentro de mí hay un verano, el más quemante verano de todos.

¿Cuántas plagas rodearon la cabeza del griego que me besó

en los aposentos, en la penumbra donde yo era una gacela

con fuego en las pupilas?

No sé qué agonías tejieron su corazón deshabitado,

pero fueron muchas.

Y él, Menelao, rey de Esparta, él más celoso de los mortales,

jamás pudo dormir a mi lado, jamás el sueño lo alcanzó:

el fuego de mis palabras lo consumía.

En los altares murmuro mis obligaciones con la divinidad.

Veo las verticales columnas,

los ventanales hacia el otro mundo,

las ánforas del vino o la sangre,

el cristal nervioso de las aguas donde me asomo

y se avivan los truenos, los relámpagos.

Sé que moriré un día entre esas llamas.

Para poner mis pies sobre la aurora de las calles

un cadencioso lino egipcio

cubre mi piel, me rodeo de tal forma que no noten

demasiado el candoroso efluvio

de hermosura que aún me queda,

el brillo de una sensualidad agotadora

que todavía es música entre los hombres.

No soy cruel, no soy impetuosa, no soy terrible

como muchos lo creen;

soy dulce, soy la dulce Helena de las murallas, y con albas manos

y labios sedientos he sostenido las soberbias de un rey.

Si aún soy Helena ante los muros de Grecia, ante los mares

de Grecia, bajo el cielo lustroso que preserva los mitos,

que todo lo ve desde sus azules estancias,

si aún hay oído para esta voz melindrosa

que ruega en las sombras,

entre los muertos de una guerra infame,

Zeus sabrá que no fui yo la que trajo

tal zozobra, que sólo fui una imagen para el recuerdo

de la noche griega,

que aún arden mis nervios ante el claro ruiseñor

de los desiertos, su canto embriagado de metáforas.

 

 

 

 

UN POETA SIOUX

 

Clavaré mi lanza luminosa en la noche oscura,

visitaré el aposento color esmeralda de la criatura nocturna

y sus hermanos,

les diré dónde enterró la tribu su último crepúsculo,

dónde limpió sus lámparas;

después salpicaré de espumas del desierto rojo

los pies de barro del jefe siux, brillaré sus dientes;

y ya junto a los estanques,

cuando haya borrado con mis manos de lija

el hollín de las hogueras

y haya limado las agujas de plata de mis dardos

visitaré a la india,

mataré los leones y los cuervos de sus ojos azules

antes de quedarme impávido en ese aroma, en esa música

adorable que la arropa en su tienda.

 

 

 

 

EL MAR ARROJA SUS MONEDAS DE ORO

 

La noche dejó un gesto tuyo guardado en la llama.

Inmóviles en la memoria las columnas,

el ajedrez de mármol traído del museo

pieza por pieza,

la luz de la hiedra sobre los azules,

los siglos de esa criatura blanca con su cítara

esperándome en el sueño,

mientras el mar arroja sus monedas de oro en la orilla

y la mirada de tus ojos violáceos desciende

y las recoge.

 

 

 

 

ISOLDA

 

Revolotean sobre la estridente luz de las ruinas

los pájaros, los papiros del aire,

las cometas.

Vivo dentro de la música, y ya casi enternecida

busco refugio en esta torre, en la alta luz medieval

donde mi oído enferma de silencio, de pájaros, de memoria.

Algunas veces su tristeza lo trae por el camino de los ciruelos,

viene Wagner con música de Wagner.

Y dice que la música es más hermosa que la vida.

Viene por el camino de los robles, tararea

un recuerdo, una noche de invierno en Italia

cuando sus dedos enfermaron,

tenía los dedos llenos de frío, engarrotados,

indóciles para el piano que temblaba en el umbral,

mientras Nietzsche cantaba loco en una góndola

sobre el canal de Venecia.

 

Wagner sabe que yo soy la música, el remedio cruel

para alguien que ya no está en este mundo, y en él arde

mi sangre nórdica cuando sus labios me llaman.

Por eso viene a visitarme, por eso me busca.

 

Ahora atraviesa el camino de la granja, y las berenjenas moradas

le recuerdan las noches de Tubinga, los funerales

de las marionetas. Y más arriba, junto al estanque,

escucha la canción de las puntuadas hojas verdes de las coníferas,

la canción del invierno que está dentro del abeto,

sus truenos verdes y amarillos.

Yo observo desde mi ventana como un ángel entristecido;

desde aquí escucho la riqueza del mundo,

la densidad del mundo, escondida en mi caracol de piedra.

Wagner abre la verja de hierro, su negra estridencia

soportando el peso de dos halcones, y mira el jardín

donde enterramos una vieja obertura,

enterramos bajo el crepúsculo de cereza al Holandés Errante.

Y entonces mira la puerta.

No entra.

Susurra mi nombre y llora.

Esa puerta la hice con las tablas de un anciano piano alemán

que nos regaló mi abuela.

Y con las cuerdas hice una serie de trampas en el jardín

para cazar mariposas.

Oh, se ven tan hermosas en los espejos de la torre.

Wagner se quedó como una estatua de mármol en el jardín.

No quiere entrar a causa de mis ocurrencias, sabe que soy

demasiado bella para él.

No soporta que me haya metido de lleno en su vida.

Fernando Denis Nació en Ciénaga, Magdalena, Colombia.  Su poesía es un tránsito entre la imagen pictórica y los surrealistas, lo cual hace pensar a a ... LEER MÁS DEL AUTOR