De Un Heráclito cristiano a El fin de la felicidad
A propósito de su reciente poemario
Por Roberto Carlos Pérez
Toda manifestación artística es una rebelión. Decir que la poesía de denuncia surge con la Vanguardia es negar que todo escritor, desde al menos Safos de Lesbos (siglo VI a.C.) hasta nuestros días, es un ser en tensión con su tiempo y sociedad.
En 1613 un poeta del Siglo de Oro español llamado Francisco de Quevedo (1580 – 1645) nos ofreció un poemario que ha quedado impreso, querámoslo o no, en lo que el psiquiatra y pensador suizo Carl Gustav Jung (1875 – 1961) llamó el «inconsciente colectivo»; o sea, en la memoria que todos llevamos dentro y que nos hace pensar y actuar de acuerdo con las necesidades de la tribu que nos antecede y nos ha formado.
Entre sus diversas funciones, el «inconsciente colectivo» puede sanar a la persona a través de arquetipos universales tales como el del sabio, la madre, el árbol de la vida, etcétera y, al hacerlo, sana a la sociedad. El lenguaje del «inconsciente colectivo», altamente simbólico y manifestado durante el sueño, establece la identidad del sujeto y sus tensiones con lo que «es».
Aquel lejano 1613, en el que don Francisco de Quevedo nos regaló el poemario Un Heráclito cristiano, resuena como repique de campana en este siglo XXI y nos habla empecinadamente. Un Heráclito cristiano es la voz de un penitente que nos narra la travesía y agonía de la conciencia moral en su lucha por la logra la paz del Espíritu.
El poemario de Quevedo se adentra en las cavernas del alma de la mano de los salmos del rey David (1040 a.C. – 966 a.C.). Por eso el poemario rezuma clamor y miedo, en clave metafísica, ante los horrores de la vida. Si en el «Salmo XVII» Quevedo nos dice:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;
vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
En el «Salmo I» Quevedo nos ofrece esperanza:
Un nuevo corazón, un hombre nuevo
ha menester, Señor, la ánima mía,
desnúdame de mí, que ser podría
que a tu piedad pagase lo que debo.
Dudosos pies por ciega noche llevo,
que ya he llegado a aborrecer el día,
y temo que hallaré la muerte fría
envuelta en (bien que dulce) mortal cebo.
Tu hacienda soy, tu imagen, Padre, he sido,
y si no es tu interés, en mí no creo,
que otra cosa defiende mi partido.
Haz lo que pide verme cual me veo;
no lo que pido yo, pues de perdido,
recato mi salud de mi deseo.
El fin de la felicidad (Ediciones Piratas, 2023), poemario de Fabio Rivas Rivera (El Salvador, 1990), se inserta dentro de la tradición quevediana en la que el temor y los riesgos que implica vivir en una sociedad que ha perdido el norte y que no nos permite asirnos a un dios, es decir, a una esperanza y, más bien, nos obliga a aceptar el horror como pez que boquea fuera del agua, es todo cuanto nos toca decir, pero no a manera de denuncia si no como apóstrofe y quejido.
El dolor, inaccesible para el lenguaje, se muestra como abandono e incomprensión. Por eso, en esta Torre de Babel, nuestra aldea global que se mueve por el «Poderoso caballero/es don Dinero», y en la que la palabra se devalúa día tras día, la convivencia resulta imposible.
Dice Fabio:
Quien es feliz también teme
quien es feliz también sufre.
[…]
Ahora empiezo a cansarme,
se me cierran los poros en los lugares atestados,
pienso que estoy diciendo lo mismo que otros y que nadie
porque nadie acompaña,
antes que Ulises y los presos del régimen de excepción
antes que muchos de los votantes y los abducidos
Nadie comunica y
aunque Nadie le escuche
Nadie sabe
Nadie
Nada
«El fin de la felicidad»
Luego continúa:
Sentí mi vejez en tus ojos
y me avergoncé de mi torpeza
sentí el desprecio
que alguna vez partió de mi boca
y ahora viene a cortarme la garganta
Soy joven,
me dije, mientras volvía
algo he podido conservar de la infancia
y aprender de la sensatez
Las aves rielaban sobre un cielo sonrojado que,
sin dudarlo,
acosté sobre mi pecho
Te olvidaré
me olvidarás
y todos nos olvidaremos,
le dije entre susurros al adormecido cielo
Pobre muchacho triste,
me respondió
también veo mi vejez en tus ojos
y tengo mi languidez en tus párpados
¿Que no sabes que a los dos nos gusta la bruma?
¿O acaso desconoces tus propias adicciones?
Pobre muchacho triste,
soy yo quien te carga entre sus brazos
soy yo quien te recuerda
y quien te obliga a recordar
así que
sentí mi vejez en tus ojos
en la oración del cielo
y en la reflexión que tuve
sobre ambas cosas
«Vejez»
Los poemas de El fin de la felicidad son los vagidos, los pedidos de auxilio, las quejas de la tribu y las de una sociedad que pareciera no aferrarse a una creencia excepto a la del abandono y la incomprensión.
No obstante, como Quevedo, Fabio nos recuerda, verso tras verso, que un nuevo hombre ha de nacer a pesar de la rama de odio que el padre le ofrece al hijo, el hermano a la hermana, el compañero de escuela al conductor del autobús y el tirano que se cree inmortal al ciudadano de a pie.
Aunque Fabio en ocasiones lo dude, esa rama puede convertirse en el olivo que le dará de comer al nuevo hombre. El fin de la felicidad es la voz de un Heráclito no cristiano. Sin embargo, es también la de uno que guarda, a pesar de la decadencia y el horror, cierta esperanza.