Evaristo Ribera Chevremont

Noches de Puerto Rico

 

 

 

 

SAN JUAN

 

El sol cubre los muelles alongados y hundidos

en el mar, que salpican cáscaras y tablones.

En los muelles, azúcar, carbón, mulatos, ruidos;

y en el mar, buques, yates, bergantines, ancones.

 

La onda es azul, es verde; fulge, en lumbradas plenas,

desde el pétreo castillo que se yergue a la entrada

de la rada; en la orilla del mar, cocos, arenas.

La luz y los colores anclados en la rada.

 

Pintados caseríos; cortos y férreos puentes;

muros de España sobre la cambiadiza onda;

jardines polvorosos, quemantes y crujientes;

y el alcatraz, de agudo pico, que hace su ronda.

 

San Juan junta sus piedras, tal como el cielo junta

sus nubes; y su mole se abrillanta, se afina.

EL trópico sus pastas de ardor y sueño unta

al Morro, a San Cristóbal y a Santa Catalina.

 

 

 

 

NOCHE DE SAN JUAN

 

Esta noche coruscan soles despavoridos

entre nubes monstruosas y en amontonamiento.

En la ciudad, cortada de voces y de ruidos,

vense irradiar los focos con enardecimiento.

 

Los buques aparecen negruzcos, irreales,

febriles, sonambólicas sus iluminaciones,

en el fuliginoso betún de los canales.

Las luces en el agua con finas reflexiones.

 

Su amplio fanal proyecta la farola del fuerte

sobre el mar, donde cárvase la endemoniada ola.

De orillas a horizontes, hervor blanco se advierte.

Alumbra las espumas la luz de la farola.

 

Música de otro tiempo desparrama la orquesta.

Ebulle el populacho, vivaz la fantasía.

Irrumpen en la noche de bullaje y de fiesta

los fuegos de artificio -fuego y policromía.

 

 

 

 

EL JÍBARO

 

En su casa de campo, que es sencilla y pequeña,

veo al jíbaro nuestro. Triste es, como su casa.

Gris, cae sobre su frente, que es rugosa, la greña.

Su cuerpo es amarillo, de escasísima grasa.

 

Enfrente de la casa brilla un fuego de leña;

y, al calor de la brasa, plátano verde asa.

Mísero y dolorido, con lo más puro él sueña.

Él es una gran forma de la más pobre masa.

 

Amante del terruño, con el terruño muere.

A un bienestar sin honra, pobreza honrosa quiere.

Su hierro, que es templado, dice de su bravura.

 

Su lengua es rural, pero muy abundante en tinos.

Barro dan a sus plantas los peores caminos.

Y es su deleite único la amarga mascadura.

 

 

 

 

EL TAMARINDO

 

EL verde tamarindo bríndale al patio estrecho,

sin hierbas y arenoso, sombra ceñida y mansa;

y, dulce de amistades y años, en el techo

de zinc de la vivienda su ramaje descansa.

 

De los soles blancuzcos, rígidos, no se cansa

el árbol oleoso, tremador y derecho;

junto a él, el extático rumiador se remansa,

distante del propósito, del afán y del hecho.

 

El patio reducido goza su compañía

en la uniforme y lenta seguridad del día,

persistente en un ritmo despejado de lutos.

 

Me exalto cuando el árbol, en su mejor momento,

esparce por el patio caliente y polvoriento,

donde el lagarto inflámase, sus agridulces frutos.

 

 

 

 

NOCHES DE PUERTO RICO

 

I

 

Esta noche de agosto, cuando la luna esplende

clorótica y pesada, yo noto la dureza

de la estación. Mi sangre, trastornada, se extiende

por mi cuerpo, apretándome corazón y cabeza.

 

Bajo el calor y el polvo curva el árbol las ramas,

aflojándose. El aire, durísimo y violento,

tal como traspasado por las salvajes llamas

de primitiva hoguera, dificulta el aliento.

 

Substancias corrompidas por la temperatura,

unen su olor maligno con el de fango y flores;

y multitud de insectos, de obstinación oscura,

en húmedos recintos roncan sus estridores.

 

En mitad de la cósmica tragedia, verdes, rojos

y azules, resplandecen los soles. Irritados,

hacia el brillante cielo levántanse mis ojos.

Los perros vigilantes ladran en los cercados.

 

 

2

 

La noche, larga en soles amarillos y azules,

desciende sobre el patio, dándole vaguedades;

y la tuna, ya altísima, relumbra en los gandules.

Profundas, en la noche, se sienten las edades.

 

El amor, el que nunca concluye, porque es puro,

trascendental y eterno, me envuelve y me acaricia.

La tuna da, con golpes de luz blanca, en el muro.

El sueño en su compleja virtualidad me inicia.

 

Y yo sueño, yo sueño. Me embriaga el cucubano,

que en el aire translúcido se enciende y se apaga;

y me embriaga la luna con su luz. Lo lejano,

lo que es inalcanzable, totalmente me embriaga.

 

La entonación del Cosmos a delirar me lleva.

En sus diversos pianos la noche se me ofrece;

y, al poseer la noche, que es fulgurante y nueva,

siento cómo mi carne palpita y se estremece.

 

 

3

 

En el pequeño parque, que al mar se aproxima,

oigo brotar el agua de la moderna fuente;

y en la fuente, tal como la onda que la mima,

irrumpe el loto místico, la excelsa flor de Oriente.

 

La fina luna deja caer su luz plateada

sobre la negra fuente, que en la noche rumora.

Golpeando los muelles, sube la marejada.

En los muelles respira, con lentitud, la hora.

 

Un gigantesco buque, todo él iluminado,

en mitad de la rada vivamente destella.

Yo veo cómo contra su parduzco costado

la sombra, de azulina diafanidad, se estrella.

 

Y me sacude el ansia vibradora del viaje.

Desde los toscos bancos de este parque pequeño

-parque de loto y tuna-, yo contemplo

el celaje que se entinta de tuna. Yo, capitán del sueño…

 

 

4

 

La luna da en el agua. Los muelles, soñolientos,

apuntan sus contornos. Y los barcos, unidos

a los muelles, vigilan. El mar, con ondeamientos

de agilidad, se muestra. Se enmohecen los ruidos.

 

Las firmes y elegantes construcciones de España

se imponen con orgullo. San Juan, de luces fuertes,

en las ondas pulidas por la luna, se baña.

Realzados de luna, también lucen los fuertes.

 

En el cielo, franjado de blancas nubecillas

e invadido de estrellas de pulcras radiaciones,

La luna sugestiona. Roñoso, en las orillas

del mar, se agrupa el barrio, de hostiles callejones.

 

Mientras la luna llena, por superabundante,

en el pomposo cielo, que le sirve de marco,

obsesiona, en el agua llena de luna, y ante

una boya de púrpura, se arrumba viejo barco.

 

 

5

 

En la ligera noche, la luna, pura y fría,

discurre por el patio, donde, hondamente inquietos,

los grillos confeccionan su agria sinfonía,

y donde se dibujan, blanqueados, los objetos.

 

Concéntrase en el patio la reflexión lechosa,

de tonalidad suave, de la delgada luna;

el chayote reluce; reluce la lechosa.

Reluce, entre las hierbas ordinarias, la luna.

 

Ubérrima, se brinda maravillosa planta;

planta que, en la riqueza de sus tantas bondades,

vertiendo sus sagrados olores, se adelanta.

La planta se adelanta, llena de claridades.

 

El coco, iluminado, fulge. El almendro mueve sus hojas.

El murciélago, veloz y fosco, vuela,

en tanto que, en la noche, la luciérnaga leve

fascina con el mágico verdor de su candela.

 

 

6

 

Una luna de cuernos punza la madrugada.

Yo contemplo su enorme carátula amarilla;

y su luz, que es luz mórbida, que es luz atormentada,

en mi carne se hunde, tal como una cuchilla.

 

Yo advierto la temible, la infernal influencia

de su luz en mi carne. Largamente me inquieto.

Esplende, apretujando, aporreando mi conciencia,

la luna, tercamente velada en su secreto.

 

Se alza en la luz, cargada de rítmica dulzura,

respiración de seres dormidos a mi lado.

La noche es una noche calientemente dura;

y arde, en pesada atmósfera sensual, el poblado.

 

Y mientras que la luna difunde en el ambiente

La magia venenosa de su vapor lucido,

mastín encandilado, La pupila candente,

aúllale a la luna con pertinaz aullido.

 

 

 

 

DE SONETOS A DIOS

 

V

 

Dios me llega en la voz y en el acento.

Dios me llega en la rosa coronada

de luz y estremecida por el viento.

Dios me llega en corriente y marejada.

 

Dios me llega. Me llega en la mirada.

Dios me llega. Me envuelve con su aliento.

Dios me llega. Con mano desbordada

de mundos, Él me imprime movimiento.

 

Yo soy, desde las cosas exteriores

hasta las interiores, haz de ardores,

de músicas, de impulsos y de aromas.

 

Y cuando irrumpe el canto que a Él me mueve,

el canto alcanza, en su estructura leve,

la belleza de un vuelo de palomas.

Evaristo Ribera Chevremont (San Juan, 1896- 1976). Es considerado uno de los grandes poetas de Puerto Rico. Aun cuando varios de sus poemarios publicados retoman el te ... LEER MÁS DEL AUTOR