Enrique Lihn. Porque escribí

 

Continuamos esta sección que da cuenta de textos y fragmentos claves de grandes escritores, pensadores y artistas latinoamericanos y universales con el renombrado poeta chileno.

 

 

 

Enrique Lihn

 

Algún día se sabrá
que hicimos nuestro oficio el más oscuro de todos o que
intentamos hacerlo
Algunos ejemplares de nuestra especie reducidos a unas cuantas señales
de lo que fue la vida en estos tiempos
darán que hablar en un lenguaje todavía inmanejable
Las profecías me asquean y no puedo decir más.
(E.L.)

 

 

LA PIEZA OSCURA

La mixtura del aire en la pieza oscura, como si el cielorraso
hubiera amenazado
una vaga llovizna sangrienta.
De ese licor inhalamos, la nariz sucia, símbolo de inocencia
y de precocidad
juntos para reanudar nuestra lucha en secreto, por no sabíamos
no ignorábamos qué causa;
juego de manos y de pies, dos veces villanos, pero igualmente dulces
que una primera pérdida de sangre vengada a dientes y uñas
o, para una muchacha,
dulces como una primera efusión de su sangre.
Y así empezó a girar la vieja rueda —símbolo de la vida—
la rueda que se atasca como si no volara,
entre una y otra generación, en un abrir de ojos brillantes y
un cerrar de ojos opacos
con un imperceptible sonido musgoso.
Centrándose en su eje, a imitación de los niños que rodábamos
de dos en dos, con las orejas rojas —símbolos del
pudor que saborea su ofensa— rabiosamente tiernos,
la rueda dio unas vueltas en falso como en una edad anterior
a la invención de la rueda
en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido.
Por un momento reinó la confusión en el tiempo. Y yo mordí,
largamente en el cuello a mi prima Isabel,
en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una
edad anterior al pecado
pues simulábamos luchar en la creencia de que esto hacíamos;
creencia rayana en la fe como el juego en la verdad
y los hechos se aventuraban apenas a desmentirnos
con las orejas rojas.
Dejamos de girar por el suelo, mi primo Ángel vencedor de
Paulina, mi hermana; yo de Isabel, envueltas ambas
ninfas en un capullo de frazadas que las hacía estornudar
—olor a naftalina en la pelusa del fruto—.
Esas eran nuestras armas victoriosas y las suyas vencidas
confundiéndose unas con otras a modo de nidos como
celdas, de celdas como abrazos, de abrazos como grillos
en los pies y en las manos.
Dejamos de girar con una rara sensación de vergüenza, sin
conseguir formularnos otro reproche
que el de haber postulado a un éxito tan fácil.
La rueda daba ya unas vueltas perfectas, como en la época
de su aparición en el mito, como en su edad de madera
recién carpintereada
con un ruido de canto de gorriones medievales;
el tiempo volaba en la buena dirección. Se lo podía oír
avanzar hacia nosotros
mucho más rápido que el reloj del comedor cuyo tic-tac se
enardecía por romper tanto silencio.
El tiempo volaba como para arrollarnos con un ruido de aguas
espumosas más rápidas en la proximidad de la rueda del
molino, con alas de gorriones —símbolos del salvaje
orden libre— con todo él por único objeto desbordante
y la vida —símbolo de la rueda— se adelantaba a pasar
tempestuosamente haciendo girar la rueda a velocidad
acelerada, como en una molienda de tiempo, tempestuosa.
Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como si hubiera
envejecido de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico
como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de
su edad, la crueldad del corazón en el fruto del amor,
la corrupción del fruto y luego… el carozo sangriento,
afiebrado y seco.
¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a
encender la luz, más rápido que el pensamiento de las
personas mayores.
Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones
del molino: la pieza oscura como el claro de un bosque.
Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos
cazadores de niños. Cuando ellos entraron al comedor,
allí estábamos los ángeles sentados a la mesa
ojeando nuestras revistas ilustradas —los hombres a un
extremo, las mujeres al otro—
en un orden perfecto, anterior a la sangre.
En el contrasentido de las manecillas del reloj se desatascó
la rueda antes de girar y ni siquiera nosotros pudimos
encontrarnos a la vuelta del vértigo, cuando entramos
en el tiempo
como en aguas mansas, serenamente veloces;
en ellas nos dispersamos para siempre, al igual que los restos
de un mismo naufragio.
Pero una parte de mí no ha girado al compás de la rueda, a
favor de la corriente.
Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño
que cae de rodillas
dulcemente abrumado de imposibles presagios
y no he cumplido aún toda mi edad
ni llegaré a cumplirla como él
de una sola vez y para siempre.

 

 

 

PORQUE ESCRIBÍ

Ahora que quizás, en un año de calma,
piense: la poesía me sirvió para esto:
no pude ser feliz, ello me fue negado,
pero escribí.

Escribí: fui la víctima
de la mendicidad y el orgullo mezclados
y ajusticié también a unos pocos lectores;
tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto;
una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies.

Pero escribí: tuve esta rara certeza,
la ilusión de tener el mundo entre las manos
—¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco
con toda su crueldad innecesaria—
Escribí, mi escritura fue como la maleza
de flores ácimas pero flores en fin,
el pan de cada día de las tierras eriazas:
una caparazón de espinas y raíces.

De la vida tomé todas estas palabras
como un niño oropel, guijarros junto al río:
las cosas de una magia, perfectamente inútiles
pero que siempre vuelven a renovar su encanto.

La especie de locura con que vuela un anciano
detrás de las palomas imitándolas
me fue dada en lugar de servir para algo.
Me condené escribiendo a que todos dudaran
de mi existencia real,
(días de mi escritura, solar del extranjero).
Todos los que sirvieron y los que fueron servidos
digo que pasarán porque escribí
y hacerlo significa trabajar con la muerte
codo a codo, robarle unos cuantos secretos.
En su origen el río es una veta de agua
—allí, por un momento, siquiera, en esa altura—
luego, al final, un mar que nadie ve
de los que están braceándose la vida.
Porque escribí fui un odio vergonzante,
pero el mar forma parte de mi escritura misma:
línea de la rompiente en que un verso se espuma
yo puedo reiterar la poesía.

Estuve enfermo, sin lugar a dudas
y no sólo de insomnio,
también de ideas fijas que me hicieron leer
con obscena atención a unos cuantos sicólogos,
pero escribí y el crimen fue menor,
lo pagué verso a verso hasta escribirlo,
porque de la palabra que se ajusta al abismo
surge un poco de oscura inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.

Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.