La despedida y otros textos
MUCHACHA FLORENTINA
El extranjero trae a las ciudades
el cansado recuerdo de sus libros de estampas,
ese mundo inconcluso que veía girar,
mitad en sueños, por el ojo mismo
de la prohibición—y en la pieza vacía
parpadeaba el recuerdo de otra infancia
trágicamente desaparecida—.
Y es como si esta muchacha florentina
siempre hubiera preferido ignorarlo
abstraída en su belleza Alto Renacimiento,
camino de Sandro Boticelli,
las alas en el bolso para la Anunciación, y un gesto
de sembrar luces equidistantes
en las colinas de la alegoría
inabordables.
MARÍA ANGÉLICA
En estas soledades estuviste:
París es un desierto para la timidez de los recién
llegados, remontando
el curso silencioso de la memoria, y caería la nieve
del otro lado de tu celda de vidrio: la habitación
a la que es inoportuno agregar: «para persona sola»,
—la conserje no tiene sentido del humor—. Pieza
con vista a otra sobre el patio lluvioso,
y los visillos que recuerdan la luz cuajada en ellos:
respirar de una arena movediza
a la que se mezclara, poco a poco, la sangre.
Mientras el mundo, afuera, absorbía la nieve,
del otro lado del ser que no alcanzabas a tocar
con las manos heladas, en su remota, alegre,
incalculable existencia,
ya no te preguntabas el porqué de tu viaje, obedecías
a la adivinación y a la fatiga
súbitamente cierta de haber vivido antes,
por espacio de siempre, ese mismo momento
como si los extremos de lo real se juntaran:
sólo una grieta para que el tiempo respire, y en el
muro continuo las sombras convertidas,
una vez más, en hojas de palmera.
NATHALIE A SIMPLE VISTA
En lo real como en tu propia casa,
el secreto reside en olvidar los sueños;
poner así en peligro el sentido de la noche retirando,
uno a uno los hilos de la urdimbre
en que ella trama sus horribles dibujos,
como se gasta, en el umbral la estera, bajo el polvo.
Y bienvenidos sean los consejos del cuerpo y las
sanas costumbres de la nueva barbarie.
Quizá la práctica del Judo o el furibundo asalto a un
neumático viejo
en rue Manuel, a las seis de la mañana,
y la dulce y perdida murmuración del ombligo al
caer de la tarde; sí, atrévete a decirlo
maravillosa.
Viene del vientre la voz del paraíso. En lo real
como en su propia pulpa
el desnudo femenino corta el aliento del sueño.
Atrévete a decir que no habías mordido
sino sólo pequeños frutos ácidos.
NATHALIE
Estuvimos a punto de ejecutar un trabajo perfecto,
Nathalie en una casa de piedra de Provenza.
Dirás ahora que todo estuvo mal desde el principio
pero lo cierto es que exhumamos, como
por arte de magia,
todos, increíblemente todos los restos del amor,
y en lo que a mí respecta hasta su aliento mismo:
el ramillete de flores de lavanda.
Es cierto: nuestras buenas intenciones fracasaron,
nuestros proyectos se redujeron al polvo del camino
entre la casa de Lulú y la tuya.
No se podía ir más lejos con los niños
que además se orinaron en nuestro experimento; pero
aprendí a Michaux en tu casa, Nathalie; una
vociferación que me faltaba,
un dolor, otra vez, incalculable
para el cual las palabras no tienen gusto a nada.
Vuelvo a París con el cuaderno vacío,
tu trasero en lugar de mi cabeza,
tus piernas prodigiosas en lugar de mis brazos,
el corazón en la boca no sé si de tu estómago o del mío
Todo lo intercambiamos, devorándonos: órganos y
memorias, accidentes del esfuerzo por
calarnos a fondo,
Nathalie, por fundirnos en una sola pulpa.
Creer en dios; sólo me falta esto
y completar, rumiando, el ciclo de la baba,
a lo largo de Francia.
Pero sí, trabajamos duramente
hombro con hombro, ombligo contra ombligo
y estuvimos a punto de sumergirnos en Rilke.
No hemos perdido nada:
este dolor era todo lo que podía esperarse;
sólo me falta aullarlo en el momento oportuno,
mi viejecilla, mi avispa, mi madre de
dos hijos casi míos, mi vientre.
«Va faire dodo Alexandre. Va faire dodo Gérome».
Ah, qué alivio para ellos
el flujo de la baba de la conciliación. Toda otra
forma de culto es una mierda.
Me hago literatura.
Este poema es todo lo que podía esperarse
después de semejante trabajo, Nathalie.
LA DESPEDIDA
¿Y qué será, Nathalie, de nosotros. Tú en mi
memoria, yo en la tuya como esos pobres
amantes que mientras se buscaban
de una ciudad a otra, llegaron a morir
—complacencias del narrador omnividente, tristezas
de su ingenio— justo en la misma pieza
de un hotel miserable
pero en distintas épocas del año?
Absurdo todo pensamiento, toda memoria prematura
y particularmente dudosa
cualquier lamentación en nuestro caso;
es por una deformación profesional que me permito
este falso aullido
ávido y cauteloso a un mismo tiempo. «Todo es
triste—me escribes— y confuso,
y yo quisiera olvidarlo todo». Pero te das incluso,
entre paréntesis
el lujo de cobrarme una pequeña deuda y la palabra
adiós se diría que suena
de un modo estrictamente razonable.
El amor no perdona a los que juegan con él. No
tenemos perdón del amor, Nathalie
a pesar de tu tono razonable
y este último zumbido de la ironía, atrapada en sí misma,
como una cigarra por los niños.
El viento nos devuelve, a ti en Bonnieux
a mí en un París que a cada instante rompe, contra
toda expectativa,
sus vagas relaciones lluviosas con el sol,
el peso exacto de nuestras palabras de las que
hicimos un mal gasto al cambiarlas por
moneda liviana, pequeñísima,
y este negocio de vivir al día no era más que,
a lo lejos, una bonita fachada
con angustiados gitanos en la trastienda.
El viento al que jugamos Nathalie, mientras
soplaba del lado de lo real, en la Camargue,
nos devuelve
—extramuros de la memoria, allí donde el mar brilla
por su ausencia
y no hay modo de estar realmente desnudo—
palmerales roídos por la arena, el sibilino rumor
de una desolación con ecos
de voces agrias que se confunden con las nuestras.
Es la canción de los gitanos, forzados
a un nuevo exilio por los caminos de Provenza
bajo ese sol del viento que se ríe a mandíbula
batiente del verano y sus pequeños negocios.
Son historias, también tristemente confusas. La
diferencia está en que nosotros bajamos
desde el primer momento el diapasón de la nuestra;
sí, gente civilizada. . . guardando, claro está,
las debidas distancias
—mi desventaja, Nathalie— entre tu tribu y la mía.
Pero Lulú es testigo del Tarot; Lulú que parece
haber nacido bajo todos los signos del zodíaco,
antes hada madrina que rigurosa vidente,
ella lo sabe todo a ciencia incierta, tu amiga.
Nada con los romanos y sus res gestae; el porvenir
se lee bajo la inspiración
de los aerolitos, en la mano misma;
entre griegos no hay líneas decisivas; una muerte que
dice, únicamente ella,
la última palabra de lo que un hombre fue; y el
temblor en las manos, Nathalie,
el brillo o la humedad en los ojos, el deseo.
Lulú, Lulú, y éramos nosotros esos montes de
Venus, viejecilla, tus huéspedes:
una amiga de toda la mitad de tu vida que se pegaba,
otra vez, a tus faldas
en compañía de un silencioso, delirante extranjero.
Contra toda evidencia corroboro tus pronósticos:
ella y yo, querida, hicimos un largo viaje;
nos casamos en Santiago de Chile, fuimos
espantosamente felices, sumamos nuestros
hijos respectivos y aún nos quedó tiempo
para reproducirnos con prodigalidad,
para volver a Bonnieux en compañía de tus nietos
mucho más que legítimos.
Si nada de esto ocurrió, querida, demás está decir
que lo tomarás tranquilamente,
digo mejor: metafísicamente.
Te habías limitado a constatar, lo sé muy bien, no
la miseria de los hechos
sino los encantos de la verdad: ese temblor en las manos.
Tú eres más razonable que nosotros: existe una
historia de lo que pudo ser
«n’importe où hors du monde»,
te mereces, Lulú, una cita de Baudelaire,
múltiples besos en las dos mejillas,
mi adiós a una Francia con la que te confundo,
la única eterna ojalá, viejecilla.
Ah, nosotros en cambio… ni griegos ni romanos;
gente dejada de sus propias manos, los que
cambiamos el disco rápidamente
por temor a que los gritos llegaran al techo.
Tránsfugas de la tribu en la tierra de nadie;
calculadores, jugadores y tristes por
añadidura. Y confusos.
Es por una deformación profesional que
me permito, Nathalie, mojar estos originales
con lágrimas de cocodrilo frente al espejo,
escribiéndote,
tratando de sortear la duplicidad del castigo.
En mi memoria,. Nathalie, y en la tuya, allí nos
desencontraremos para siempre
—el amor no perdona a los que juegan con él—
como si de pronto el espejo te devolviera mi imagen;
trataré de pensar que habrás envejecido.
(De Poesía de paso, 1966. Premio Casa de las Américas)