Enrique Lihn

La despedida y otros textos

 

 

 

 

MUCHACHA FLORENTINA

 

El extranjero trae a las ciudades

el cansado recuerdo de sus libros de estampas,

ese mundo inconcluso que veía girar,

mitad en sueños, por el ojo mismo

de la prohibición—y en la pieza vacía

parpadeaba el recuerdo de otra infancia

trágicamente desaparecida—.

Y es como si esta muchacha florentina

siempre hubiera preferido ignorarlo

abstraída en su belleza Alto Renacimiento,

camino de Sandro Boticelli,

las alas en el bolso para la Anunciación, y un gesto

de sembrar luces equidistantes

en las colinas de la alegoría

inabordables.

 

 

 

 

MARÍA ANGÉLICA

 

En estas soledades estuviste:

París es un desierto para la timidez de los recién

llegados, remontando

el curso silencioso de la memoria, y caería la nieve

del otro lado de tu celda de vidrio: la habitación

a la que es inoportuno agregar: «para persona sola»,

—la conserje no tiene sentido del humor—. Pieza

con vista a otra sobre el patio lluvioso,

y los visillos que recuerdan la luz cuajada en ellos:

respirar de una arena movediza

a la que se mezclara, poco a poco, la sangre.

 

Mientras el mundo, afuera, absorbía la nieve,

del otro lado del ser que no alcanzabas a tocar

con las manos heladas, en su remota, alegre,

incalculable existencia,

ya no te preguntabas el porqué de tu viaje, obedecías

a la adivinación y a la fatiga

súbitamente cierta de haber vivido antes,

por espacio de siempre, ese mismo momento

como si los extremos de lo real se juntaran:

sólo una grieta para que el tiempo respire, y en el

muro continuo las sombras convertidas,

una vez más, en hojas de palmera.

 

 

 

 

NATHALIE A SIMPLE VISTA

 

En lo real como en tu propia casa,

el secreto reside en olvidar los sueños;

poner así en peligro el sentido de la noche retirando,

uno a uno los hilos de la urdimbre

en que ella trama sus horribles dibujos,

como se gasta, en el umbral la estera, bajo el polvo.

 

Y bienvenidos sean los consejos del cuerpo y las

sanas costumbres de la nueva barbarie.

Quizá la práctica del Judo o el furibundo asalto a un

neumático viejo

en rue Manuel, a las seis de la mañana,

y la dulce y perdida murmuración del ombligo al

caer de la tarde; sí, atrévete a decirlo

maravillosa.

 

Viene del vientre la voz del paraíso. En lo real

como en su propia pulpa

el desnudo femenino corta el aliento del sueño.

Atrévete a decir que no habías mordido

sino sólo pequeños frutos ácidos.

 

 

 

 

NATHALIE

 

Estuvimos a punto de ejecutar un trabajo perfecto,

Nathalie en una casa de piedra de Provenza.

Dirás ahora que todo estuvo mal desde el principio

pero lo cierto es que exhumamos, como

por arte de magia,

todos, increíblemente todos los restos del amor,

y en lo que a mí respecta hasta su aliento mismo:

el ramillete de flores de lavanda.

Es cierto: nuestras buenas intenciones fracasaron,

nuestros proyectos se redujeron al polvo del camino

entre la casa de Lulú y la tuya.

No se podía ir más lejos con los niños

que además se orinaron en nuestro experimento; pero

aprendí a Michaux en tu casa, Nathalie; una

vociferación que me faltaba,

un dolor, otra vez, incalculable

para el cual las palabras no tienen gusto a nada.

Vuelvo a París con el cuaderno vacío,

tu trasero en lugar de mi cabeza,

tus piernas prodigiosas en lugar de mis brazos,

el corazón en la boca no sé si de tu estómago o del mío

Todo lo intercambiamos, devorándonos: órganos y

memorias, accidentes del esfuerzo por

calarnos a fondo,

Nathalie, por fundirnos en una sola pulpa.

Creer en dios; sólo me falta esto

y completar, rumiando, el ciclo de la baba,

a lo largo de Francia.

Pero sí, trabajamos duramente

hombro con hombro, ombligo contra ombligo

y estuvimos a punto de sumergirnos en Rilke.

No hemos perdido nada:

este dolor era todo lo que podía esperarse;

sólo me falta aullarlo en el momento oportuno,

mi viejecilla, mi avispa, mi madre de

dos hijos casi míos, mi vientre.

«Va faire dodo Alexandre. Va faire dodo Gérome».

Ah, qué alivio para ellos

el flujo de la baba de la conciliación. Toda otra

forma de culto es una mierda.

Me hago literatura.

Este poema es todo lo que podía esperarse

después de semejante trabajo, Nathalie.

 

 

 

 

LA DESPEDIDA

 

¿Y qué será, Nathalie, de nosotros. Tú en mi

memoria, yo en la tuya como esos pobres

amantes que mientras se buscaban

de una ciudad a otra, llegaron a morir

—complacencias del narrador omnividente, tristezas

de su ingenio— justo en la misma pieza

de un hotel miserable

pero en distintas épocas del año?

Absurdo todo pensamiento, toda memoria prematura

y particularmente dudosa

cualquier lamentación en nuestro caso;

es por una deformación profesional que me permito

este falso aullido

ávido y cauteloso a un mismo tiempo. «Todo es

triste—me escribes— y confuso,

y yo quisiera olvidarlo todo». Pero te das incluso,

entre paréntesis

el lujo de cobrarme una pequeña deuda y la palabra

adiós se diría que suena

de un modo estrictamente razonable.

 

El amor no perdona a los que juegan con él. No

tenemos perdón del amor, Nathalie

a pesar de tu tono razonable

y este último zumbido de la ironía, atrapada en sí misma,

como una cigarra por los niños.

El viento nos devuelve, a ti en Bonnieux

a mí en un París que a cada instante rompe, contra

toda expectativa,

sus vagas relaciones lluviosas con el sol,

el peso exacto de nuestras palabras de las que

hicimos un mal gasto al cambiarlas por

moneda liviana, pequeñísima,

y este negocio de vivir al día no era más que,

a lo lejos, una bonita fachada

con angustiados gitanos en la trastienda.

 

El viento al que jugamos Nathalie, mientras

soplaba del lado de lo real, en la Camargue,

nos devuelve

—extramuros de la memoria, allí donde el mar brilla

por su ausencia

y no hay modo de estar realmente desnudo—

palmerales roídos por la arena, el sibilino rumor

de una desolación con ecos

de voces agrias que se confunden con las nuestras.

Es la canción de los gitanos, forzados

a un nuevo exilio por los caminos de Provenza

bajo ese sol del viento que se ríe a mandíbula

batiente del verano y sus pequeños negocios.

Son historias, también tristemente confusas. La

diferencia está en que nosotros bajamos

desde el primer momento el diapasón de la nuestra;

sí, gente civilizada. . . guardando, claro está,

las debidas distancias

—mi desventaja, Nathalie— entre tu tribu y la mía.

 

Pero Lulú es testigo del Tarot; Lulú que parece

haber nacido bajo todos los signos del zodíaco,

antes hada madrina que rigurosa vidente,

ella lo sabe todo a ciencia incierta, tu amiga.

Nada con los romanos y sus res gestae; el porvenir

se lee bajo la inspiración

de los aerolitos, en la mano misma;

entre griegos no hay líneas decisivas; una muerte que

dice, únicamente ella,

la última palabra de lo que un hombre fue; y el

temblor en las manos, Nathalie,

el brillo o la humedad en los ojos, el deseo.

Lulú, Lulú, y éramos nosotros esos montes de

Venus, viejecilla, tus huéspedes:

una amiga de toda la mitad de tu vida que se pegaba,

otra vez, a tus faldas

en compañía de un silencioso, delirante extranjero.

Contra toda evidencia corroboro tus pronósticos:

ella y yo, querida, hicimos un largo viaje;

nos casamos en Santiago de Chile, fuimos

espantosamente felices, sumamos nuestros

hijos respectivos y aún nos quedó tiempo

para reproducirnos con prodigalidad,

para volver a Bonnieux en compañía de tus nietos

mucho más que legítimos.

Si nada de esto ocurrió, querida, demás está decir

que lo tomarás tranquilamente,

digo mejor: metafísicamente.

Te habías limitado a constatar, lo sé muy bien, no

la miseria de los hechos

sino los encantos de la verdad: ese temblor en las manos.

Tú eres más razonable que nosotros: existe una

historia de lo que pudo ser

«n’importe où hors du monde»,

te mereces, Lulú, una cita de Baudelaire,

múltiples besos en las dos mejillas,

mi adiós a una Francia con la que te confundo,

la única eterna ojalá, viejecilla.

 

Ah, nosotros en cambio… ni griegos ni romanos;

gente dejada de sus propias manos, los que

cambiamos el disco rápidamente

por temor a que los gritos llegaran al techo.

Tránsfugas de la tribu en la tierra de nadie;

calculadores, jugadores y tristes por

añadidura. Y confusos.

Es por una deformación profesional que

me permito, Nathalie, mojar estos originales

con lágrimas de cocodrilo frente al espejo,

escribiéndote,

tratando de sortear la duplicidad del castigo.

En mi memoria,. Nathalie, y en la tuya, allí nos

desencontraremos para siempre

—el amor no perdona a los que juegan con él—

como si de pronto el espejo te devolviera mi imagen;

trataré de pensar que habrás envejecido.

 

(De Poesía de paso, 1966. Premio Casa de las Américas)

Enrique Lihn (Chile, 1929 - 1988). Poeta, novelista, ensayista y crítico literario. Figura imprescindible de la poesía latinoamericana durante la segun ... LEER MÁS DEL AUTOR