Elena Salamanca

El hambre

 

 

El hambre es el único recuerdo. El hambre es el recuerdo. El hueco en el estómago que come la carne viva que come y ya no come. Arde y dobla el estómago, dobla el hueco. Teresa es una mujer con un hueco debajo del pecho, y debajo de las piernas: nada, tal vez el aire.

*

Parecía que estaba dormida y que soñaba que volaba. Parecía dormida con los ojos entrecerrados y las pestañas temblorosas, como en una pesadilla. Parecía Teresa detenida en el cielo, como una virgen en tránsito, como el pájaro, como una nube.

Teresa estaba despierta y flotaba.

El viento la levantó mientras desayunaba. Ella se aferró a la mesa; los ojos le temblaron como temblaron las tazas y los platos. El pan comenzó a caer, miga tras miga, de su boca. Hincó las uñas a la madera para detenerse, como un ancla, y arrastró las uñas hasta perderlas, hasta sangrar.

El viento, o algo invisible, la halaba. Le había levantado la falda, primero, y luego los pies. Las enaguas se movían como los molinos y la encumbraba un torbellino que nacía de ella misma.

Entonces Teresa se venció.

Cerró los ojos, sintió un hueco en el estómago y se disparó hasta el techo. Tembló y miró hacia abajo: la mesa deshecha, el vino caído, el mantel manchado, las tazas volteadas, el pan en un inconcluso bocado.

*

Las viejas entraron y no la encontraron. Ella quiso esconderse, aferrarse a una viga, pero no dominaba su cuerpo ingrávido. No la buscaron, no vieron hacia arriba. Las viejas siempre miran abajo, sobre todo cuando van quedándose ciegas, para las ciegas solo existen las paredes, los rostros de las gentes, el contacto. Tocaron el mantel mojado, organizaron la mesa, tiraron el pan.

Y Teresa tuvo hambre.

Y no pudo comer.

Nunca.

*

Y tuvo, por primera vez, pavor.

*

Las viejas entraron y salieron de la cocina varias veces, horas, días. Nadie veía arriba, a la muchacha que agonizaba. Se había pegado al techo como un huevo de insecto y se iba volviendo blanca, transparente y blanda.

El hambre era una mancha de saliva en el cuello. El hambre era el único recuerdo. Era dura en medio del alma. El pan era duro, también, tirado en ese cesto, jamás comido, jamás mordido, jamás colmado de miel. La lengua de Teresa fue haciéndose gelatinosa como otra saliva espesa. Volvió a ver hacia el cesto: del pan nacían pequeños hongos, como árboles cutáneos. Teresa intentó moverse como un torbellino con voluntad. Movió los pies, los enrolló, se hizo tornillo, taladro, y quiso bajar al piso, como en un zambullido.

No tuvo fuerza, era aire. Y como todo aire, siguió flotando.

*

Un día sintió el olor de una sopa: vio las cáscaras de las patatas, las zanahorias, los ayotes y las cebollas. El olor le recordó lo único que conocía: el hambre. Entonces abrió los brazos, abrió las piernas, levantó una mano y asió una viga, luego, otra, varias, hasta llegar a la pared. Bajó como bajan las arañas y se acercó a la estufa. Se separó de la pared e intentó dominar la flotación hasta  la olla con la sopa, se acercó, un poco, y cuando estuvo cerca de la olla, lo suficiente para al menos probar una tapa, la saliva comenzó a caer por su boca y el aire la llevó de nuevo arriba.

*

Otro día pudo bajar.

Cuando estaba a punto de acercarse a un plato con huevos, las viejas entraron. Teresa se respingó, se asió a una silla y cerró los ojos. Las viejas pudieron verla al fin. Pensaron que rezaba, que penitaba.

Se dijeron:

-Lleva tantos días escondida del mundo, en ayuno. Es

tanta su templanza que viene a hacer su penitencia a la cocina.

Es una santa.

Rompieron varios huevos y los dejaron en un plato, reposando.

Y salieron de la cocina.

*

Los cascarones de huevo iban creciendo como una pila de cadáveres hermosos.

Y Teresa arrastraba las manos por el aire para asir al menos la fragilidad del cascarón, la fragilidad de la boca, la sed de la saliva.

Pero subía.

Iba subiendo.

Hasta detenerse en las vigas del techo, quedarse ahí, sujeta, a dos manos, colgada, como un murciélago de falda almidonada.

Cuando oía pasos, se movía entre las vigas, hacia el inicio de la pared, aferraba los dedos a los agujeros de las piedras, y la telaraña, y bajaba, reptando, hasta los costales de trigo.

Las viejas entraban, y la veían tan inmersa en contar los granos que no le decían nada. No hay que interrumpir a las penitentes, sería como tirar agua fría sobre el perro recién apareado, alguna locura pasaría, un aullido intermitente se convertía en su voz.

A veces, Teresa tomaba las semillitas, las llevaba a su boca, mordía. Pero la semilla es una cáscara y en ella no existe aún la harina, mucho menos el pan, jamás el sabor.

Y flotaba.

Seguía flotando hasta golpearse con el techo. Sin posibilidad de bajar.

La saliva le escurría por la boca y pensaba en hacerse una sopa. Formó una escudilla con sus manos y la llevó debajo de la  boca. Y esperó.

Horas.

Cada día más cansada.

Las encías más hundidas.

Las manos transparentes como la cáscara de cebolla.

Y la saliva se arrastró desde el inicio de la lengua hasta los dientes, escurrió por los colmillos, bajó por la barbilla, cayó en las manos, las colmó. Y ella levantó la mano con la última fuerza. Y se bebió.

Finalmente.

 

(de La familia o el olvido, 2017)

 

 

Selección de Héctor Hernández Montecinos

Elena Salamanca (San Salvador, 1982). Escritora e historiadora. Ha publicado La familia o el olvido (El Salvador, 2017 y 2018), Peces en la boc ... LEER MÁS DEL AUTOR