El río del olvido
Gelman
El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura.
Los militares argentinos, cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo, Marcelo y a su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron. En lugar de él: se llevaron a los hijos, porque él no estaba. ¿Cómo se hace para sobrevivir a una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma. Muchas veces me he preguntado en estos años. Muchas veces me he imaginado esa horrible sensación de vida usurpada, esa pesadilla del padre que siente que está robando al hijo el aire que respira, el padre que en medio de la noche despierta bañado en sudor: Yo no te maté, yo no te maté. Y me he preguntado: si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No será ateo Dios?
Celebración del coraje 2
Le pregunté si había visto un fusilamiento. Sí, había visto. El Chino Heras había visto fusilar a un coronel, a fines de 1960, en el cuartel de La Cabaña. Muchos verdugos habían actuado en la dictadura de Batista, malas bestias al servicio del dolor y de la muerte; y ese coronel era uno de los muy, era uno de los más. Estábamos en mi habitación, en rueda de amigos, en un hotel de La Habana. El Chino contó que el coronel no había querido que le vendaran los ojos, y su última voluntad no había sido un cigarrillo: el coronel pidió que lo dejaran dirigir su propio fusilamiento. El coronel gritó: ¡Preparen! y gritó: ¡Apunten! Cuando iba a gritar: !Fuego, a uno de los soldados se le trabó el cerrojo del arma. Entonces el coronel interrumpió la ceremonia. – Calma –dijo, ante la doble fila de hombres que debían matarlo. Ellos estaban tan cerca que casi los podía tocar.
– Calma? dijo -. No se pongan nerviosos. Y mandó nuevamente preparar armas, y mandó apuntar, y cuando todo estuvo bien en orden, mandó disparar. Y cayó. El Chino contó esta muerte del coronel, y nos quedamos callados. Éramos unos cuantos en la habitación, y todos nos quedarnos callados. Echada como una gata sobre la cama, había una muchacha vestida de rojo. No le recuerdo el nombre. Le recuerdo las piernas. Ella tampoco dijo nada. Transcurrieron dos o tres botellas de ron y al final todo el mundo se fue a dormir. Ella también se fue. Antes de irse, desde la puerta entreabierta, miró al Chino, le sonrió y le agradeció: – Gracias – le dijo -. Yo no conocía los detalles. Gracias por contármelo. Después supimos que aquel coronel era su padre. Una muerte digna es siempre una buena historia para contar, aunque sea la muerte digna de un hijo de puta. Pero yo quise escribirla, y no pude. Pasó el tiempo y la olvidé. De la muchacha, nunca más supe.
Celebración de la voz humana /2
Tenían las manos atadas o esposadas, y sin embargo los dedos danzaban. Los presos estaban encapuchados: pero inclinándose alcanzaban a ver algo, alguito, por abajo. Aunque hablar, estaba prohibido, ellos conversaban con las manos. Pinio Ungerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos, que en prisión aprendió sin profesor: -Algunos teníamos mala letra -me dijo-. Otros eran unos artistas de la caligrafía. La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera nada más que uno, que cada uno fuera nadie; en cárceles y cuarteles y en todo el país, la comunicación era delito. Algunos presos pasaron más de diez años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin escuchar más voces que el estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores. Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esa soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos a través de la pared. Así se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores: discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuestas. Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.
El río del olvido
La primera vez que fui a Galicia, mis amigos me llevaron al río del Olvido. Mis amigos me dijeron que los legionarios romanos, en los antiguos tiempos imperiales, habían querido invadir estas tierras, pero de aquí no habían pasado: paralizados por el pánico, se habían detenido a la orilla de este río. Y no lo habían atravesado nunca, porque quien cruza el río del Olvido llega a la otra orilla sin saber quién es ni de dónde viene. Yo estaba empezando mi exilio en España, y pensé: si bastan las aguas de un río para borrar la memoria. ¿Qué pasará conmigo, resto de naufragio, que atravesé todo un mar? Pero yo había estado recorriendo los pueblecitos de Pontevedra y Orense, y había descubierto tabernas y cafés que se llamaban Uruguay o Venezuela o Mi Buenos Aires Querido y cantinas que ofrecían parrilladas o arepas, y por todas partes había banderines de Peñarol y Nacional y Boca Juniors, y todo eso era de los gallegos que habían regresado de América y sentían, ahora, la nostalgia al revés. Ellos se habían marchado de sus aldeas, exiliados como yo, aunque los hubiera corrido la economía y no la policía, y al cabo de muchos años estaban de vuelta en su tierra de origen, y nunca habían olvidado nada. Y ahora tenían dos memorias y tenían dos patrias.
El cielo y el infierno
Llegué a Bluefields, en la costa de Nicaragua, al día siguiente de un ataque de la contra. Había muchos muertos y heridos. Yo estaba en el hospital cuando uno de los sobrevivientes del tiroteo, un muchacho, despertó de la anestesia: despertó sin brazos, miró al médico y le pidió:
– Máteme.
Me quedé con un nudo en el estómago. Esa noche, noche atroz, el aire hervía de calor. Yo me eché en una terraza, solo, cara al cielo. No lejos de allí, sonaba fuerte la música. A pesar de la guerra, a pesar de todo, el pueblo de Bluefields estaba celebrando la fiesta tradicional del Palo de Mayo. El gentío bailaba, jubiloso, en torno del árbol ceremonial. Pero yo, tendido en la terraza, no quería escuchar la música ni quería escuchar nada. Y en eso estaba, espantando sonidos y tristezas y mosquitos, con los ojos clavados en la alta noche, cuando un niño de Bluefields, que yo no conocía, se echó a mi lado y se puso a mirar el cielo, como yo, en silencio. Entonces cayó una estrella fugaz. Yo podía haber pedido un deseo; pero ni se me ocurrió. Y el niño me explicó:
– ¿Sabés por qué se caen las estrellas? Es culpa de Dios. Es Dios, que las pega mal. Él pega las estrellas con agua de arroz.
Amanecí bailando.
-De El libro de los abrazos