Un poema a punto de ser escrito
QUE UN DÍA LLEGUE A TUS MANOS
Si llegara a mirarte con dulzura,
no te preocupes: un pavo real
encerrado en ese tipo de jaulas
sólo enseña sus plumas por costumbre.
Y sabe cuál es su lugar.
Las horas de sol las aprovecha
para que el contraste de sus colores
sea tan urgente
como necesario. Aunque no sea la mejor de las palabras.
Corrijo: las horas de sol las aprovecha
como el musgo aparece
en esa cara de los árboles
que se esconde de la luz.
Y la humedad que se forma
en silencio, mientras el plumaje
justifica la comida que le dan,
crece junto al tronco que la alberga.
Recuérdalo: los rayos pasan
entre las ramas
porque es lo único
que pueden hacer.
A esta hora ni siquiera hay visitantes.
EL ÚLTIMO HOMBRE BLANCO
Hay dos pinos en el patio que aguantan el invierno
con un estoicismo propio de los samuráis
que imperturbables aparecen en las películas.
Al momento de abrirse el vientre
ni siquiera les tiembla la mano. El mejor
de sus amigos se encuentra a sus espaldas
(¿por qué el plural?)
listo para rebanar su cabeza, y ninguna gota
de temor nuble ese momento.
La nieve encima de las ramas parece un poema sobre Beckett.
Encima del techo que ni se inmuta
bajo ese montón de agua mestiza,
un poema a punto de ser escrito
con el mismo tono con que los perros ladran
para que los turistas a la salida de los restaurantes
dejen caer su comida y haya valido la pena
dar vueltas por el centro de la ciudad
esquivando a los guardias municipales.
Cuando llega el verano se mantienen impertérritos.
Las especies nativas no cuentan con el favor de los recién llegados.
Pero sólo los bosques autóctonos se dan bien en esta tierra.
Resulta una obviedad decirlo. Pero también la importancia
de aprender a hacer una fogata parecía una obviedad.
De dejar los platos escurriendo después de lavarlos.
De poner un cortafuego entre los hemisferios cerebrales.
Mientras observo desde la ventana de la cocina
no puedo saber de quién es la culpa.
Ni a orillas del riachuelo que corre al fondo del patio.
Ni bajo la pálida luz de las ampolletas que mi mujer
instaló bajo un toldo que compramos en Walmart.
Los pinos dan sombra cuando el sol está en su zenit.
Y es más fácil de llevar bajo su alero
el ruido de las camionetas que pasan raudas
con su carga de jardineros sin papeles
y capataces que acaban de conseguirlos.
HOPE SANDOVAL
Estaba escuchando Fade into You
cuando vi caer un meteorito en la puerta
de mi casa. Nadie pareció despertarse.
Afuera todo estaba en calma como siempre.
Pero en lugar de una carretera interestatal
un enorme hueco se había abierto. No podía
sacarme de encima la voz de Hope Sandoval
y esa canción que a algunos de nosotros nos
mantuvo vivos y a algunos de nosotros nos
dio por muertos. Había piedras por todas
partes. Árboles carbonizados. Pero no se veían
ni bomberos ni policías ni helicópteros
en el cielo. I think it’s strange you never knew,
decía en una parte la canción. Y sí, es extraño
que no supiera. Que nunca hubiera sabido.
Pero ahora estaba enfrente de mí y tenía
que creer lo que estaba viendo. Por primera vez
tendría que creer lo que estaba viendo.
Ella me estaba susurrando y tenía que escuchar.
Cuántos cuerpos celestes habrían caído sin que yo
me diera cuenta. Cuántos árboles carbonizados.
Sin que llegaran los bomberos ni la policía
ni los helicópteros sobrevolaran nuestras cabezas.
I look to you and I see nothing. I look to you to see the truth.
Nada volvería a ser como era antes. Ya no podríamos
leer las aventuras de Linterna Verde mientras
nuestros parientes estaban en el quirófano.
Ni las hojas dobladas de los libros los harían
subir de precio. Preparé una hoguera y velé
mis armas durante toda una noche y como un centinela
helado sólo puedo preguntar si esto es el réquiem por un mundo
perdido o una oda a los meteoritos que caen en medio de la noche.
Un tren abandonado en las maestranzas de San Bernardo.
O mi hija bailando sola delante del espejo.
DÍAS DE ESPLENDOR SOBRE LA HIERBA
La habitación de un hotel ha sido tantas veces
visitada que todos y cada uno de sus ocupantes
pertenecen a una especie de familia. No importa
que no sea la misma pieza (nunca son los mismos
pasajeros). El ritual se repite como la pronunciación
de la erre: por los visillos se atisba un paisaje
poblado de pintores de domingo que te observan
a través de los visillos de otras tantas habitaciones,
alguna vez esto fue una ciudad dispuesta
a aceptar su fortuna, o la falta de la misma.
Las ciudades-dormitorio de las afueras
ahora ocupan el centro y la antipoesía
cayó presa de su propia trampa. Los criadores
de abejas también son una especie en extinción.
La pesca con redes de arrastre (otro ritual que se
repite) podría solucionar la contaminación
de los océanos por el uso indiscriminado
del plástico y la imitación del siglo de Oro.
Los del noventa y ocho solían sacarle en cara
a los modernistas el abuso de las ballestas
en un tiempo en que escaseaban las aves.
Las vanguardias les respondieron con zeppelines
y globos aerostáticos que volaban en busca
del fuego. Ninguno, sin embargo, fue capaz
de devolvernos los días de esplendor
sobre la hierba. Uno de mis amigos
pide cita con el doctor para escuchar
la voz de la secretaria. En la recepción del hotel
nos dieron las llaves. Las mucamas los buenos días.
Desde el ventanal se puede ver la calle y la ciudad.
Pero no se pueden ver las dos al mismo tiempo.
En una te quedas a vivir
y este poema es innecesario.
En la otra
sueñas cometer el error de partir
sin darte cuenta de que no podrás
cometer el error de volver:
el pasto ha crecido.
El ladrillo que llevas
bajo el brazo para mostrar
tu casa donde llegues
te sirve de almohada cuando la noche
te pilla a la intemperie:
mullidas son las imágenes de las montañas.
Haber crecido entre ellas
es lo único que te permite ese adjetivo.
EXTREMELY WHITE PEOPLE
Una profesora de lenguas clásicas recita a Kavafis
en su idioma original. Las ninfas del bosque
trabajan para la forestal Mininco. La casa cuesta
lo mismo que financiar la colegiatura
de una prole que brilla por su ausencia. Las palabras
del opresor no pueden ser las mismas con las que nos
deseamos feliz cumpleaños cada vez que volvemos
a reunirnos. Una polera que diga. Esperando
a los bárbaros es un poema que no podría
ser escuchado con mayor atención que en esta
fiesta: un ejemplo perfecto de la distancia
que separa a las palabras de la realidad.
Cómo te lo explico: cada uno de nosotros
tiene que elegir el ojo de la aguja
por el cual atravesará hacia el cielo.
Cada uno de nosotros
ha admirado la altura de estos árboles
sin admitir la belleza
de la hierba que crece a ras del piso.
Es ella la que tiene que lidiar
con las hormigas marchando en fila.
Es ella la que tiene que lidiar
con nuestros pasos que vienen
a segarla. A impedir que siga creciendo
porque entonces habría que utilizar
otro tipo de adjetivos. Sin embargo
aquí en el bosque los atentados incendiarios
suelen atribuírseles a los únicos
que sabrían vivir de él y así lo habían
hecho hasta la llegada del cóndor y el huemul:
el escudo patrio deberían ser los camellos
encargados de la salvación de nuestras almas.
Los profesores reunidos en torno a una mesa
sobre la cual no se discute ninguna teoría literaria
sino un sinfín de recetas de cocina para combatir
la pobreza en el tercer mundo, el anhelado ahínco
que demuestran las aspirantes a reina de la primavera
y el enconado empeño de las aves por volar, sí:
el empeño de las aves por volar completa
el menú de las conversaciones.
En el intermedio algunos se rascan la cabeza.
Otros se desvisten para prestar más atención.
La gran mayoría disfruta el aire libre. Uno que otro
alza su copa para celebrar este momento.
Yo que no soy blanco escucho en silencio
sus palabras.