Cristián Gómez Olivares

Un poema a punto de ser escrito

 

 

 

 

QUE UN DÍA LLEGUE A TUS MANOS

 

Si llegara a mirarte con dulzura,

no te preocupes: un pavo real

 

encerrado en ese tipo de jaulas

sólo enseña sus plumas por costumbre.

 

Y sabe cuál es su lugar.

Las horas de sol las aprovecha

 

para que el contraste de sus colores

sea tan urgente

 

como necesario. Aunque no sea la mejor de las palabras.

Corrijo: las horas de sol las aprovecha

 

como el musgo aparece

en esa cara de los árboles

 

que se esconde de la luz.

Y la humedad que se forma

 

en silencio, mientras el plumaje

justifica la comida que le dan,

 

crece junto al tronco que la alberga.

Recuérdalo: los rayos pasan

 

entre las ramas

porque es lo único

 

que pueden hacer.

 

A esta hora ni siquiera hay visitantes.

 

 

 

 

EL ÚLTIMO HOMBRE BLANCO

 

Hay dos pinos en el patio que aguantan el invierno

con un estoicismo propio de los samuráis

que imperturbables aparecen en las películas.

Al momento de abrirse el vientre

 

ni siquiera les tiembla la mano. El mejor

de sus amigos se encuentra a sus espaldas

(¿por qué el plural?)

 

listo para rebanar su cabeza, y ninguna gota

de temor nuble ese momento.

 

La nieve encima de las ramas parece un poema sobre Beckett.

Encima del techo que ni se inmuta

 

bajo ese montón de agua mestiza,

un poema a punto de ser escrito

 

con el mismo tono con que los perros ladran

para que los turistas a la salida de los restaurantes

 

dejen caer su comida y haya valido la pena

dar vueltas por el centro de la ciudad

 

esquivando a los guardias municipales.

 

Cuando llega el verano se mantienen impertérritos.

Las especies nativas no cuentan con el favor de los recién llegados.

 

Pero sólo los bosques autóctonos se dan bien en esta tierra.

Resulta una obviedad decirlo. Pero también la importancia

 

de aprender a hacer una fogata parecía una obviedad.

De dejar los platos escurriendo después de lavarlos.

De poner un cortafuego entre los hemisferios cerebrales.

 

Mientras observo desde la ventana de la cocina

no puedo saber de quién es la culpa.

 

Ni a orillas del riachuelo que corre al fondo del patio.

Ni bajo la pálida luz de las ampolletas que mi mujer

 

instaló bajo un toldo que compramos en Walmart.

 

Los pinos dan sombra cuando el sol está en su zenit.

Y es más fácil de llevar bajo su alero

 

el ruido de las camionetas que pasan raudas

con su carga de jardineros sin papeles

 

y capataces que acaban de conseguirlos.

 

 

 

 

HOPE SANDOVAL

 

Estaba escuchando Fade into You

cuando vi caer un meteorito en la puerta

de mi casa. Nadie pareció despertarse.

Afuera todo estaba en calma como siempre.

Pero en lugar de una carretera interestatal

un enorme hueco se había abierto. No podía

sacarme de encima la voz de Hope Sandoval

y esa canción que a algunos de nosotros nos

mantuvo vivos y a algunos de nosotros nos

dio por muertos. Había piedras por todas

partes. Árboles carbonizados. Pero no se veían

ni bomberos ni policías ni helicópteros

en el cielo. I think it’s strange you never knew,

decía en una parte la canción. Y sí, es extraño

que no supiera. Que nunca hubiera sabido.

Pero ahora estaba enfrente de mí y tenía

que creer lo que estaba viendo. Por primera vez

tendría que creer lo que estaba viendo.

Ella me estaba susurrando y tenía que escuchar.

Cuántos cuerpos celestes habrían caído sin que yo

me diera cuenta. Cuántos árboles carbonizados.

Sin que llegaran los bomberos ni la policía

ni los helicópteros sobrevolaran nuestras cabezas.

I look to you and I see nothing. I look to you to see the truth.

Nada volvería a ser como era antes. Ya no podríamos

leer las aventuras de Linterna Verde mientras

nuestros parientes estaban en el quirófano.

Ni las hojas dobladas de los libros los harían

subir de precio. Preparé una hoguera y velé

mis armas durante toda una noche y como un centinela

helado sólo puedo preguntar si esto es el réquiem por un mundo

perdido o una oda a los meteoritos que caen en medio de la noche.

Un tren abandonado en las maestranzas de San Bernardo.

O mi hija bailando sola delante del espejo.

 

 

 

 

DÍAS DE ESPLENDOR SOBRE LA HIERBA

 

La habitación de un hotel ha sido tantas veces

visitada que todos y cada uno de sus ocupantes

pertenecen a una especie de familia. No importa

 

que no sea la misma pieza (nunca son los mismos

pasajeros). El ritual se repite como la pronunciación

de la erre: por los visillos se atisba un paisaje

 

poblado de pintores de domingo que te observan

a través de los visillos de otras tantas habitaciones,

alguna vez esto fue una ciudad dispuesta

 

a aceptar su fortuna, o la falta de la misma.

Las ciudades-dormitorio de las afueras

ahora ocupan el centro y la antipoesía

 

cayó presa de su propia trampa. Los criadores

de abejas también son una especie en extinción.

La pesca con redes de arrastre (otro ritual que se

 

repite) podría solucionar la contaminación

de los océanos por el uso indiscriminado

del plástico y la imitación del siglo de Oro.

 

Los del noventa y ocho solían sacarle en cara

a los modernistas el abuso de las ballestas

en un tiempo en que escaseaban las aves.

 

Las vanguardias les respondieron con zeppelines

y globos aerostáticos que volaban en busca

del fuego. Ninguno, sin embargo, fue capaz

 

de devolvernos los días de esplendor

sobre la hierba. Uno de mis amigos

pide cita con el doctor para escuchar

 

la voz de la secretaria. En la recepción del hotel

nos dieron las llaves. Las mucamas los buenos días.

Desde el ventanal se puede ver la calle y la ciudad.

 

Pero no se pueden ver las dos al mismo tiempo.

 

En una te quedas a vivir

y este poema es innecesario.

 

En la otra

 

sueñas cometer el error de partir

sin darte cuenta de que no podrás

 

cometer el error de volver:

el pasto ha crecido.

 

El ladrillo que llevas

bajo el brazo para mostrar

tu casa donde llegues

te sirve de almohada cuando la noche

te pilla a la intemperie:

 

mullidas son las imágenes de las montañas.

Haber crecido entre ellas

 

es lo único que te permite ese adjetivo.

 

 

 

 

EXTREMELY WHITE PEOPLE

 

Una profesora de lenguas clásicas recita a Kavafis

en su idioma original. Las ninfas del bosque

trabajan para la forestal Mininco. La casa cuesta

lo mismo que financiar la colegiatura

de una prole que brilla por su ausencia. Las palabras

del opresor no pueden ser las mismas con las que nos

deseamos feliz cumpleaños cada vez que volvemos

a reunirnos. Una polera que diga. Esperando

a los bárbaros es un poema que no podría

ser escuchado con mayor atención que en esta

fiesta: un ejemplo perfecto            de la distancia

que separa a las palabras de la realidad.

 

Cómo te lo explico: cada uno de nosotros

 

tiene que elegir el ojo de la aguja

por el cual atravesará hacia el cielo.

 

Cada uno de nosotros

 

ha admirado la altura de estos árboles

sin admitir la belleza

 

de la hierba que crece a ras del piso.

 

Es ella la que tiene que lidiar

con las hormigas marchando en fila.

 

Es ella la que tiene que lidiar

con nuestros pasos que vienen

 

a segarla. A impedir que siga creciendo

porque entonces habría que utilizar

 

otro tipo de adjetivos. Sin embargo

aquí en el bosque los atentados incendiarios

 

suelen atribuírseles a los únicos

que sabrían vivir de él y así lo habían

 

hecho hasta la llegada del cóndor y el huemul:

el escudo patrio deberían ser los camellos

 

encargados de la salvación de nuestras almas.

 

Los profesores reunidos en torno a una mesa

sobre la cual no se discute ninguna teoría literaria

 

sino un sinfín de recetas de cocina para combatir

la pobreza en el tercer mundo, el anhelado ahínco

que demuestran las aspirantes a reina de la primavera

 

y el enconado empeño de las aves por volar, sí:

el empeño de las aves por volar completa

el menú de las conversaciones.

 

En el intermedio algunos se rascan la cabeza.

 

Otros se desvisten para prestar más atención.

La gran mayoría disfruta el aire libre. Uno que otro

alza su copa para celebrar este momento.

 

Yo que no soy blanco escucho en silencio

sus palabras.

Cristián Gómez Olivares (Santiago, Chile, 1971). Fue miembro del IWP (International Writing Program) de la University of Iowa, y Writer in Residence en el Banff Cen ... LEER MÁS DEL AUTOR