El paraíso sobre los tejados
(Traducción al español de Guillermo Fernández)
Encuentro
Estas duras colinas que hicieron mi cuerpo
y lo sacuden con tantos recuerdos, me mostraron el prodigio
de aquélla, que ignora que la vivo sin poder entenderla.
La encontré una noche; una mancha más clara
bajo estrellas ambiguas, en la oscuridad del verano.
Había alrededor la fragancia de estas colinas,
más profunda que la sombra, y de pronto sonó,
como si saliera de estas colinas, una voz limpia
y áspera a la vez, una voz de tiempos perdidos.
Ocasionalmente la veo, viviendo delante de mí,
definida, inmutable, como un recuerdo.
Nunca he podido aferrarla; su realidad
me rehúye siempre y me distancia.
Si es bella, no lo sé. Es joven entre las mujeres:
pienso en ella y me sorprende un lejano recuerdo
de mi infancia vivida en estas colinas;
tan joven es. Es como la madrugada. Lleva en sus ojos
todos los cielos lejanos de aquellas madrugadas remotas.
Y tiene en los ojos un firme propósito: la luz más limpia
que jamás tuvo el alba sobre estas colinas.
La he creado desde el fondo de todas las cosas
que me son más queridas, y no logro entenderla.
Manía de soledad
Ceno cualquier cosa junto a la clara ventana.
El cuarto tiene ya la oscuridad del cielo.
Al salir, las calles tranquilas conducen,
en pocos pasos, al campo abierto.
Como y miro el cielo —quién sabe cuántas mujeres
están comiendo a estas horas—; mi cuerpo está tranquilo;
el trabajo y la mujer aturden mi cuerpo.
Afuera, después de la cena, las estrellas vendrán a tocar
la tierra en su extensa llanura. Las estrellas están vivas
pero no valen lo que estas cerezas que como a solas.
Miro el cielo, pero sé que entre los tejados mohosos
ya brilla alguna luz y que abajo hay rumores.
Un gran sorbo y mi cuerpo saborea la vida
de las plantas y los ríos, sintiéndose apartado de todo.
Basta un poco de silencio para que todo se detenga
en su lugar real, como ahora mi cuerpo.
Toda cosa se aísla frente a mis sentidos
que la aceptan sin corromperse: un murmullo de silencio.
Puedo saberlo todo en la oscuridad,
como sé que la sangre corre por mis venas.
La llanura es un gran correr de aguas entre las hierbas,
una cena de todas las cosas. Todas las plantas y las piedras
viven inmóviles. Oigo a mis alimentos nutrirme las venas
de todas las cosas que viven sobre esta llanura.
No importa la noche. El cuadrado del cielo
me susurra todos los fragores y una estrella pequeña
se debate en el vacío, lejana de los alimentos,
de las casas, distinta. No se basta a sí misma,
necesita demasiadas compañeras. Aquí, en la oscuridad,
solo,
mi cuerpo está tranquilo y se siente señor.
El amigo que duerme
¿Qué le diremos esta noche al amigo que duerme?
La palabra más tenue nos sube a los labios
desde la pena más atroz. Miraremos al amigo,
sus inútiles labios que no dicen nada,
quedamente hablaremos.
La noche tendrá el rostro
del antiguo dolor que cada tarde resurge,
impasible y vivo. El silencio remoto
sufrirá como un alma, mudo, en la oscuridad.
Le hablaremos a la noche, que levemente respira.
Oiremos los instantes goteando en lo oscuro,
más allá de las cosas, en la ansiedad del alba
que vendrá de improviso esculpiendo las cosas
contra el silencio muerto. La luz inútil
develará la faz absorta del día. Los instantes
callarán. Y hablarán quedamente las cosas.
Costumbres
Sobre el asfalto de la avenida la luna forma un lago
silencioso y el amigo recuerda otros tiempos.
Entonces le bastaba un encuentro imprevisto
para ya no estar solo. Mirando la luna
respiraba la noche. Pero más fresco era el olor
de la mujer encontrada, de la breve aventura
bajo escaleras inciertas. El cuarto tranquilo
y el pronto deseo de vivir siempre allí
colmaban su corazón. Luego, bajo la luna,
volvía contento, con grandes pasos atolondrados.
Entonces era un gran compañero de sí mismo.
Despertaba temprano y saltaba del lecho
reencontrando su cuerpo y sus viejos pensamientos.
Le gustaba salir a mojarse en la lluvia
o andar bajo el sol; gozaba mirando las calles,
conversando con gente fortuita. Creía
poder comenzar en cualquier oficio
cada nuevo día, cada nueva mañana.
Después de tantas fatigas se sentaba a fumar.
Su más grande placer era quedarse a solas.
Envejeció el amigo y quisiera una casa
que le fuera más grata; salir por la noche
y quedarse en la avenida mirando la luna,
pero hallando al volver una mujer sumisa,
una mujer tranquila, paciente en su espera.
Envejeció el amigo y ya no se basta a sí mismo.
Los transeúntes son siempre los mismos; la lluvia
y el sol son siempre los mismos; la mañana un desierto.
Trabajar no vale la pena. Y salir a la luna,
si nadie lo aguarda, tampoco vale la pena.
El paraíso sobre los tejados
Será un día tranquilo, de luz fría,
como el sol que nace o que muere, y el vidrio
guardará el aire sucio del cielo exterior.
Un día nos despertarán, de una vez para siempre,
en la tibieza del último sueño: la sombra
será como la tibieza. Llenará la alcoba,
a través del ventanal, un cielo más grande.
De la escalera que se subió para siempre
no vendrán más voces ni rostros muertos.
No será necesario abandonar el lecho.
Sólo el alba entrará en la alcoba vacía.
Bastará la ventana para vestir cada cosa
de una claridad tranquila, casi una luz.
Los recuerdos serán unos grumos de sombra
agazapados como brasa vieja
en el fogón. El recuerdo será la llama
que aún ayer mordía los ojos apagados.