Cecilia Podestá

La herencia de Saulo

 

 

 

 

 

La herencia de Saulo

I

Saulo y yo aprendimos a hacer el amor
odiando sobre la hierba
lamiendo como las hienas
y confabulando

Pero los caracoles sobre el fuego no mienten sobre el destino
cuando se va gestando la baba de cualquier llanto

Uno de los dos moriría
Después de que matáramos a Calixto
Mi marido
Para pagar así la desgracia
y no esperarla con temor
entre nuestros pies rozándose en el lecho

Saulo se arrodilló
y se ofreció al fuego
al filo
al abismo
él quiso morir desde el primer día
Porque sabía que su amor sería siempre cobarde
aun dentro de mí y esparcido sobre el campo

¡Calixto! Grité haciendo que atraviese su última noche
Y arrojé el filo de mi vida sobre su yugular                                               

Saulo vio cómo la sangre de su hermano me dibujaba
Y se deslizaba como si fueran sus propias manos
Pero debió haberlo hecho él
para acompañar a la infiel
y dormir entre sus piernas como su único hombre

Yo descubrí durante el dolor
deseo, placer y venganza
y eras tú, Saulo,
éramos los dos y nuestro mal olor
semejante al de las vacas que nos ofrecían sus ojos tan grandes
para guardar la sangre de nuestros pecados

Pero Saulo era temeroso de Dios, de su padre, de su hermano
y de esta mujer que escribe oraciones
para maldecir el pasado

¿Por qué, Saulo?
Si teníamos la hierva
la noche
el monte y los ojos de las vacas

Oh Saulo
yo te amé
como se ama la rabia
porque no se está permitido tener más

 

II

Saulo pasó el dedo áspero por la baba que bañaba mi seno
se convertiría en leche
para el bastardo
oculto aún bajo mi lomo desnudo
aun sin el ojo formado que arrojaría muerte, verdad y condena
a sus padres

Saulo quiso morir para expiarse sobre nuestro acto homicida

(El destino de los asesinos está escrito antes de su nacimiento
durante el primer crimen de la madre
que guarda como un gran secreto
hasta que el hijo logra consumar el instinto
porque todas las madres son o han sido en algún momento criminales).

 

III

Maté a mi esposo en un movimiento simple
y a mi amante porque suplicó ante la sangre de su hermano
temeroso de la noche turbia que nos llevaba

El cuchillo abrió a Saulo
hurgando algo más que sangre
pero él solo cayó
como otra gota brusca de mi cuerpo

Y qué hurgaba
sino que su rebuzno sobre la culpa
sea igual a su rebuzno sobre mi cuerpo

Saulo Murió sabiendo que tendría un hijo
Sucio, tierno y secretamente suyo

 

IV

Parecí quedar impune
pero cuando parí
los dos hombres regresaron como frutos cobardes y secretos

Y mis hijos
fueron solo larvas sobrevivientes a mis actos

Uno se llamó Saulo
El otro Calixto

Pero mi cuerpo guardó solo la herencia
de Saulo
herencia de hermano cobarde
son estas dos bestias que berrean
mientras repito su nombre
Saulo
el padre de los hijos de mi esposo
el que talló mi monstruoso cuerpo preñado

¡Saulo!
Muchacho sobre mi falda
Espero tu aliento
Tu pelo negro
La corona grasa entre mis dedos
Saulo
con ese nombre en mí
moriré yo también

Saulo llamaré desde mi vejez
con toda la desgracia bajo el párpado
De un único ojo que verá
la vida inútil de este animal seco

Saulo
diré con voz áspera y deformada
eres la ira que no reclamo al destino sobre mí
la piel que vuelvo a arrojar
a la muerte o a la mañana
en la que desterraste tu cuerpo
a la homicida arrodillada
que exigía tu pecho
para apoyarlo en la vejez

Saulo llamaré temblando
sin que la muerte corrompa aún mi párpado, mi ceño o mi palabra  

 

Saulo, diré bajito, bordando con la sangre de mis dedos y casi ciega.

Saulo, el hombre que más amé.

 

 

 

 

Esther

Esther se sienta a esperar el roce del sol después de cada noche violenta, hasta que las primeras luces del día la alcanzan empezando por los pies y van secando sus heridas. Pero esa mañana no se había quitado la ropa manchada, tampoco había arrancado la sangre seca. Me aproximé hacia ella y apoyé mi cabeza sobre sus piernas. No se movió. Toda la pena se extendió sobre su falda. Pero la misma compasión de siempre empezó a cambiar, a erizarme, a convertirse en deseo a pesar de los golpes salvajes que ella había recibido. La rocé con los labios entreabiertos y apenas humedecí la tela de su falda con la punta de mi lengua. Yo resoplaba mientras ella acariciaba con los dedos mi cabeza como lo haría con cualquier muchacho perdido. Cada vez más hundido sobre lo que era al inicio una inocente postura de apoyo y sumisión, sentí el fuerte olor entre sus piernas. Abrí la boca para que ese olor fuera siempre mío. Cuando lo tuve en la garganta y fue parte de mi cuerpo, casi sin darme cuenta expulsé una lágrima y mordí delicadamente levantando la tela. No me detuvo, o sí. Lo siguiente fue sujetar sus muslos y sostenerme en ellos. Mis ganas brotaban sobre su aroma a mujer de cocina o era acaso amor.

Tumbé a Esther sobre el suelo después de que ésta hiciera un movimiento brusco dejando caer la silla. Con el peso y los ojos pude revelarle cómo siempre quise alcanzar su cintura apenas cubierta por su vestido o castigar a mi hermano por darle esas tundas que aun no habían acabado con su luminoso perfil. No había sido destruida la boca que me besaba. Esther era bella, seguía siendo bella, y esa mañana yo era la sombra que la cubría, el cuerpo, el mismo cielo que había maldecido la noche anterior. Después de la penetración dio una arcada y abrió las piernas con fuerza, incluso levantando mi peso y me embistió, gozó. Abrió su cuerpo, levantó su ropa, mordió mi labio con ira y poco a poco casi sin darse cuenta sus manos regresaron a guiar mi cabeza al centro de su cuerpo. Esther gritaba y yo entre los labios de sus piernas había hallado mi propio olor y un gran dolor. Gritaba mi nombre y nuestra ira. Yo le ofrecía una condena distinta a la suya, pero condena al fin de todo. Esther me aceptó y supimos que pronto la despiadada sangre de mi hermano nos convertiría en amantes y asesinos.

Cecilia Podestá Nació en Ayacucho, Perú, 1981. Escritora. Estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado los poemarios ... LEER MÁS DEL AUTOR