La extensión de un deseo
I
Cortar un sueño es cosa del azar
Todos vinimos a morir. La mayoría no concibe matar. Algunas mujeres elegimos concebir. Y también interrumpimos. Cortar un sueño es cosa del azar que nos sobrepasa y no tenemos chance de optar, ahí no. Asesinar en sueños, por accidente, es como manchar de ira una conversación y que todo se vuelva de repente ripio, sangre. Sin retorno. Aunque mucho más leve. Las imágenes oníricas pronto se reemplazan por otras, que tapan de verdes y bosques con lluvia que lavan o espantan fantasmas personales o ajenos. Es la primera vez que mato. Una parte mía desenfunda su lado salvaje y la asesina sin querer y —presta, eficiente— se dice que lo hecho, hecho está y que debería limpiar las pruebas, borrar las evidencias, destruir con ácido o fuego el cuerpo. Sonrío, creo que sonrío, no sé si dormida o despierta. Conozco a la mujer, quizá fue mi amiga. Nunca discutimos, pero algo, quizá una ciudad o dos, nos distanciaron. Fue ella quien viajó junto a un muerto en un avión que volvió a vivir —lo resucité— en un libro. Ahora un sueño la mata a ella. El cuenco inconsciente de mi cerebro pareciera querer matar a la madre del muerto del libro para que yo pueda escribir otro. Igual registro. Varias muertes después. Una vez pagué el cajón del padre de un hombre que trabajaba en un jardín en el que asesinaba, a diario y a sueldo, serpientes, arañas, ratas y quizá hasta alguna iguana, cómo saberlo. Lo que no se ve, no existe. Matar al padre. Ojalá hubiera sido un dilema de los de Freud, Lacan, de ensueños o atajos insondables. El padre vivito y coleando y una pagando su cajón. Pero anoche sí que asesiné también a un perro, lo atropellé con el auto. El animal era grande y temible, el vehículo también. Y las ruedas brillaban de nuevas como los anillos de la casi amiga a quien le quité la vida sin querer soñándolo. Muerto el perro se acabó la rabia. La metáfora de los hijos como libros es una burla para quienes parimos, con dolor o sin él. «Saber morir cuesta la vida», escribió Porchia en el único libro que publicó y por eso no tuvo necesidad de asesinato alguno. O eso creemos. Solo lo que se sabe existe. ¿Soñamos para escribir? ¿Escribimos para no matar? Hay épocas concebidas para hacerse —muy a nuestro pesar— indolentes a la muerte. Y matar algo es preciso. Para que renazca el ángel de cierta noción personal de poesía. De prosa. De vida.
VI
El cuerpo fuera de mí
Lamento decepcionarte, Clarice —uno suele lastimar a quienes más ama—, pero somos muchos quienes nos hacemos cargo del mundo; ya ves, nadie en realidad es tan original. Aunque tu caso quizá sea, por cierto, único. Yo, por ejemplo, pasé por una tapicería, vi miles de sillas rotas y destartaladas, y en lugar de reparar en la belleza y vejez de los géneros, su textura particular ajada por el tiempo, pensé en cuántas comidas opulentas y tantos almuerzos lánguidos, pobres, de supervivencia, habrán soportado esos objetos, haciéndose cargo de su parte del mundo. Claro que las cosas viven. Incluso sienten. En nosotros se hacen sentir. Tengo dos sillones antiguos, de una tienda de viejo, que tienen ahora nueva vida. Y varias sillas que dieron conmigo la vuelta al mundo. Puros enseres de utilidad común. Pero las camas son lo complicado, lo que a diario me preocupa; el peso de la noche no es algo que pueda aguantar cualquier mueble. Menos al dormir cuando una está tendida e indefensa. El consuelo podría ser: yo no soy quien está en este cuerpo, es el cuerpo quien está en mí. Cuando se escribe, la mente y el cuerpo deberían estar en el mismo lugar. Unidos. No siempre sucede. Mucho menos en ese estado terrible de la falta de conciencia —¿o serán los sueños la conciencia plena?— en el que acontecen sucesos imprevistos, verdaderos. Todos hicimos el ridículo alguna vez. Pero durmiendo es cosa seria. Métete a la cama para hallar el paraíso, desenfunda el sueño. Hazte cargo —también— de esa luz. Agua, agua, agua. Humedad de parto, humedad del amor, de la boca que muerde la dureza de la madera. La piel es otra funda que emana siempre vida. El roce es meridiano, fruto, canto. La música del cuarto es oscuridad que se prolonga más allá de los límites del amante. «Escribir durante toda la vida, enseña a escribir. No salva de nada», nos decepcionó advirtiéndolo con crudeza Duras. ¿Y soñar? Allí, la salvación. ¿Y el amor? El amor o la cama, que es casi lo mismo, son preludios, sabemos. Finalmente, tendida en un lecho, a menudo pienso que solo quisiera algo chiquito como el hueco que marca un cuerpo sobre él: matar la melancolía. Amando y también soñando que en el sueño amo.
XVI
Escribir como destino
Escribo porque busco cantar. Sueño para ser. ¿Cuál puede ser la diferencia entre soñar y sentir, su convergencia? Todos hemos conocido por momentos la libertad, su sentido más amplio. Hemos soñado la falta de fronteras, de límites, incluso de mundos conocidos. Como una criatura recién nacida que observa y explora todo lo que queda más allá de algo. Y también, alguna vez, nos hemos construido cárceles. Desde niños y más allá. Escribir es otra cosa, quizá allí haya un destino, macerado lo que se vive e imagina. O al revés. Simultáneo. Virginia. Qué libertad la de su cuarto propio y qué calvario. Qué condena la de su mente. Su tiempo. ¿Y este, acaso hemos cambiado? Todos callamos una parte y develamos solo aquello que es mandato. Lo escribimos y al hacerlo censuramos ya algo y el cómo. Depurando por mejorar. Menos, es más. ¿Para qué sirve la poesía? Nadie dio jamás con la respuesta correcta. No hay verdades para ciertas preguntas. ¿Qué es la verdad? Pero el espíritu… el espíritu templa y a menudo escribe. Y antes olvida y vuelve a algún punto recobrado para empezar. No todo debe tener sentido ni un por qué. «Prefiero el ridículo de escribir poemas, al ridículo de no escribir». Lo dijo Wislawa. Yo sueño con ella —es decir, lo hice una vez— soñé con su sonrisa y recuerdo ahora, junto con ella, otra noche en la que estaba en la ensoñación fatal de los absurdos con ciertas cuestiones de la intimidad, pero en medio de un estadio. Aún no conocía la obra, pero delante de mí, el objeto más célebre de Duchamp. Yo de pie frente a él, desnuda de la cintura para abajo como el sueño recurrente de los hombres. ¿Era hombre, era mujer? Me veo adolescente en el sueño. O quizá recuerda alguien hoy ese pudor de pérdida y, a la vez, busca la cita correcta. No hay buenos ni malos. Tampoco pertinencias. Ni siquiera géneros. «Lo mejor para las turbulencias del espíritu, es aprender. Es lo único que jamás se malogra». No sé si aprendo, apenas busco algo en Yourcenar. Me pregunto a menudo a quién me refiero cuando uso la primera persona del singular. ¿Quién es? Si lo que rozo es de todos y, desde mi tiempo ínfimo, universal.
XXII
La verdad de los poetas
El yo narrador es un impostor. Se cuenta el trozo de historia que recuerda del sueño que creyó tener. De la vida que se narró vivir. Veintitrés pares de cromosomas conforman un ADN. Lo acaba de soñar la parte del cerebro que controla lo que hace esa parte del cerebro en una historia onírica demasiado ordenada para ser cierta. Salto de la cama —huyo de ella— a oír qué dice esta noche el viento. Todo es misterio en el destino que ya está trazado. Inútil ir por su trama. Intervenirlo. Tanto azar en medio, tanta magia recóndita. «La eternidad de los muertos dura mientras se les paga con memoria», sentenció Szymborska. Solo un necio no sabrá que muere un poco por no estar viviendo. Consciente. Es un reto ese camino de perpetuidad entrecortada por la vida. Por la existencia verdadera solo podrán responder los que no están. Yo creo en la verdad de los poetas que ya son árboles. ¿A quién puede importarle la inmortalidad en el trance de ir sumando hora tras hora con esfuerzo? La noche, la noche, la noche. En ella los minutos pesan más que una hora del día. Hay un silencio desolado, cada trozo de la casa gime, más adentro aún se guarece el aliento en su propio espanto. Lo escribió un yo de esos que se llevan en las mañanas de domingo. Una luz cálida de otoño entraba por los géneros de una cortina. Detrás, un campo verde rebosaba nuevo ciclo. Te doy un largo lienzo de noche y verás que con él construyes mil retazos de días. «Hay árboles que nacen para bosque y otros que son un bosque sin saberlo», nos dijo dulcemente Morábito. Quizá no se pueda dormir porque algo indecible quedó inacabado. La incógnita nos mantiene vivos y soñando lo que se escapa.
XXVIII
Para la poesía, sobra un cuerpo
Hay tantas noches en una sola. Lo saben los insomnes. Pero más todavía los soñadores, que obtienen en un solo segundo algo construido durante toda una vida. En el despertar, real o simbólico, la emoción y el pensamiento van a la par. Pero, aún, no hay poema. Mi padre también me legó la música y, más, un gran torrente de silencios. Yo suspiro como él y lo siento en mí, en el agua que es todo el cuerpo. En la mudez que crea las turbulencias del océano o la sumisión de un atardecer. Si suspiro, inhalo y contengo el aire. A conciencia. Canto. Al cantar, hay que saber subirse al aire, hechizarlo, para llegar a la voz de cabeza. Procedimiento intuitivo de introspección con que se logra un timbre particular, el más auténtico. Voz de cabeza, esa voz que las mujeres usan más. Al cantar se cierran los ojos o la vista se posa en un punto abstracto. O se ensaya, una y otra vez, la mirada perdida, para sacar desde lo más recóndito, el tono propio. Ese paisaje singular. «Hondo en los otros, nos encontramos a nosotros mismos; hondo en nosotros mismos, encontramos a los otros», reflexiona Bellessi. Se cierran los ojos luego de escribir un verso hasta encontrar la palabra siguiente y asirla con los dedos al traerla hasta el pecho. La voz de pecho es lo natural. Siempre, en la poesía o en el canto, se tiene una marca personal que tarda en encontrarse. Quizá toda una vida. Y esa es la trama. El tono del género. Para cantar, es preciso hilvanar las vocales, las consonantes van apenas por arriba del pespunte. En la música el cuerpo es clave. Para la poesía, es menester sentir a veces que sobra un cuerpo. Más aún, no es necesario vivir siempre en el mundo. Un mundo debe crecer dentro.
De La extensión de un deseo, Yaugurú, Montevideo, Uruguay, 2024.