Sermón del migrante (bajo una ceiba)
Sermón del migrante (bajo una ceiba)
Declaro: Que mi amor a Centroamérica muere conmigo.
Francisco Morazán
Y Dios también estaba en exilio, migrando sin término;
viajaba montado en La Bestia y no había sufrido crucifixión
sino mutilación de piernas, brazos, mudo y cenizo todo Él
mientras caía en cruz desde lo alto de los cielos,
arrojado por los malandros desde las negras nubes del tren,
desde góndolas y vagones laberínticos, sin fin;
y vi claro como sus costillas eran atravesadas
por la lanza circular de los coyotes, por la culata de los policías,
por la bayoneta de los militares, por la lengua en extorsión
de los narcos, y era su sufrimiento tan grande
como el de todos los migrantes juntos, es decir,
el dolor de cualquiera; antes, mientras estaba Él en Centroamérica,
esa pequeña Belén hundida en la esquina rota del mundo,
nos decía en su sermón del domingo, mientras bautizaba
a los desterrados, a los expatriados, a los sin tierra,
a los pobres, en las aguas del agonizante río Lempa:
“el que quiera seguirme a Estados Unidos,
que deje a su familia y abandone las maras, la violencia,
el hambre, la miseria, que olvide a los infames
caciques y oligarcas de Centroamérica, y sígame”;
y aún mientras caía, antes aún de las mutilaciones,
antes de que lo llevaran al forense hecho pedazos
para ser enterrado en una fosa común como a cualquier otro
centroamericano, como a los cientos de migrantes
que cada año mueren asesinados en México,
mientras caía con los brazos y las piernas en forma de cruz,
antes de llegar al suelo, a las vías, antes de cortar Su carne
las cuadrigas de acero y los caballos de óxido de La Bestia,
antes de que Su bendita sangre tiñera las varias coronas de espinas
que ruedan sobre los rieles clavados con huesos
a la espalda del Imperio Mexica, el Señor recordó en visiones
a su discípulo Francisco Morazán y le dio un beso en la mejilla,
y tomó un puñado de tierra centroamericana y ungió con ella
su corazón y su lengua, y recordó que Morazán le preguntó una vez,
mientras yacían bajo la sombra de una ceiba,
aquella en la que había hecho el milagro de multiplicar el aguardiente
y las tortillas: “¿Maestro, qué debemos hacer si nos detienen
y nos deportan?” a lo que Él respondió: “deben migrar setenta
veces siete, y si ellos les piden los dólares y los vuelven a deportar,
denles todo, la capa, la mochila, la botella de agua, los zapatos,
y sacudan el polvo de sus pies, y vuelvan a migrar nuevamente
de Centroamérica y de México, sin voltear a ver más nunca, atrás…”.
14°53’37.0″N 92°14’49.0″W — (Tapachula, Chiapas)
Perseguidos por el genocida Efraín Ríos Montt
mis padres huyeron de Guatemala el año de 1982
y se refugiaron en un pedazo de selva en Chiapas, México.
Lejos de las montañas del Quiché, nací ixil en tierras mexicanas.
Volvimos después de la firma de los acuerdos de paz,
pero nadie firmó un acuerdo para terminar con el hambre.
No teníamos maíz ni para sembrar.
Cuando me llegó la luna decidí bajar de las montañas a Tapachula
y trabajar de cocinera en una casa.
Prometían buena paga, pero mis primas
me engañaron al llegar y me vendieron como un bulto
a la dueña de un prostíbulo en la frontera.
Me hacían abrir las piernas y cerrar, casi siempre,
la boca; basta decir que todos me golpeaban.
Hasta que huí con Daniel, taxista de Tapachula,
borracho y drogadicto, pero me mató a patadas
nomás saber de mi embarazo.
Tiró mi cuerpo al río, al pútrido Coatán,
donde antes lanzó también al niño.
Enterrada en esta tumba del Panteón Jardín,
sin nombre, estoy perdida, acompañada
por los varios rostros difusos de otras gentes.
Quiero decirles que ni todo el peso de la tierra
me asfixia tanto como el peso de uno solo de los cuerpos
jadeantes y sucios que en vida soportaba.
Sé que mi madre me busca en caravanas,
llevando en el pecho una foto mía,
esa en la que aparezco vestida en día de fiesta.
Mi tía la acompaña, cargando un abanico con tres imágenes más.
Pero mis primas están malditas, porque siguen vivas,
abiertas y partidas por el sudor y los erectos machetes de carne
de los choferes y estibadores del mercado San Juan.
Ojalá que mi madre vuelva a San Gaspar Chajul
y se quede dormida bajo la incandescencia de nuestro sol de maíz,
recién nacido de la muerte, como yo.
16°07’12.1″N 93°48’11.7″W — (Tonalá, Chiapas)
Tengo 11 años, ahora y para siempre.
Nací en el Barrio FendeSal de Soyapango,
cerca de San Salvador, pero a mí nadie,
nunca, me salvó.
Mi padre fue asesinado por pandilleros
de la Mara Salvatrucha,
le quitaron una soda y una cora; no tenía más,
ganaba tres dólares al día en el vertedero.
Yo le ayudaba jalando el carro
y a veces encontrábamos comida
en las bolsas de desechos que llegaban de Metrocentro
y regresábamos contentos a la casa.
Huí de Soyapango con Pablo, de quince años,
mi amigo de la calle.
Quería ser futbolista como yo y jugar
en la Selecta, iríamos a la MLS a probar suerte,
por eso intentamos llegar a Estados Unidos,
en donde hay más dólares que pandillas.
En un local de tortas mexicanas,
en Coatepeque, Guatemala, miré en la tele
un bárbaro documental sobre el Mágico González:
jugando para el mejor Cádiz de la historia
le metió dos goles al Barcelona
el año en que nació mi padre: 1984;
lloré de la emoción.
Dos días hasta llegar a la frontera con México;
atravesamos el río y subimos al tren La Bestia
adelante de Tecún, en Ciudad Hidalgo.
Antes de Arriaga me quedé dormido
y todavía sigo cayendo.
Llevaré para siempre, como el Mágico,
un 11 tatuado en la espalda;
quizá por el número de bolsas en que guardaron,
todo partido, mi cuerpo;
tal vez porque traía puesta la camisa de la Selecta
con la misma cifra o porque la muerte lleva
el 11 infinito de las vías del tren grabado en el vientre.
Antes de caer, Pablo me contó este sueño:
Veía yo a Roque Dalton levantarse de entre los vivos
y venir de nuevo al mundo de los muertos.
A su diestra, el Mágico González driblaba a la muerte
y le hacía la “culebrita macheteada”
pateando cabezas decapitadas de pandilleros cuscatlecos,
haciéndole tremendo caño entre las piernas.
El estadio Flor Blanca estaba lleno, había un velorio inmenso
donde la muchedumbre velaba a los migrantes muertos.
Sé que Dios juega futbol allá en el cielo.
Pero aún no quiero estar en su equipo.
Me quedaré esperando en la banca
hasta que me llamen, sonriendo,
mi amigo Pablo y el Mágico González
para jugar con ellos.
Carlos
Recorríamos el camino a la finca
saltando el cadáver largo de las vías del tren.
Era el tiempo de secas, cuando los árboles de guanacastle
erguían la sombra corpulenta que aplastaba nuestros pasos
y las huellas del ganado en las veredas
hacia el potrero de Tomasón.
Había en el aire un encendido olor a agua podrida
y las hojas en la ribera del río
semejaban esqueletos de peces cámbricos,
tendidos en la playa con su piel de clorofila
y escamas color sepia que se descarnaban en los meandros
junto a los fermentados higos de los grandes amates,
delicia vegetal para el mordisco del sol.
Exmilitar, salvadoreño, Carlos sembraba postes de madera
en las lindes de nuestro terreno;
tenía los ojos inyectados por hondas raíces rojas.
Recargado en un árbol de mandarina china,
fumaba un grueso tocón de mariguana
y parecía un marino vietnamita quemando la tea de sargazos
que brillaba en el erizo negro de su boca.
“No le digan a su padre, ustedes nunca fumen esto”.
Levantaba el peso de los troncos cubiertos de diesel
que hacían las veces de horcones y los hundía en las axilas del suelo;
luego las rellenábamos de tierra y piedras;
al terminar, clavábamos las grampas y el alambre de púas
en la cara externa de aquellos mástiles:
pentagrama de espinosos cables donde las notas vivas
y emplumadas de los pájaros se posarían por las tardes
para escribir, en su algarabía, música de guanacastles.
Carlos fue el primero en decirnos el nombre de aquella canción
que pulsaba con necedad en la consola: Hotel California, dijo.
No sé por qué, pero no le creímos.
Cuando estaba en casa, casi no hablaba o muy poco.
Se quedaba en algún rincón del patio,
haciendo fantasmas de tabaco, pensando.
Antes de marcharse le dejó a mi padre unas gafas negras, como de luto.
Fueron las primeras que usé para vencer al sol del Soconusco.
Meses después, Carlos regresó a la casa, ya en tiempo de agua,
vestido de vaquero, con los ojos más pequeños, más rojos
y más llenos de raíces que antes.
Trabajaba de guarura con uno de los mafiosos del pueblo.
Entró a la casa callado, ausente, para tomar café;
olía a sudor, a velorio, a humo de mariguana.
“¿Cómo les va en el colegio, muchachos?”
Bien, Carlos, bien.
Hubiéramos querido que siguiera trabajando para mi padre,
pero el sargazo de la yerba y una mejor plata
lo llamaban con una voz más poderosa y profunda, incluso,
que sus tribulaciones o el hambre.
Sabíamos que rumiaba la tristeza de sus crímenes de guerra,
que fumaba verde para aletargar el odio y el dolor del corazón.
Nunca volvimos a verlo; no supimos si lo asesinaron
o lo mató el tren, como él quería, o si pudo, finalmente,
hospedarse en el Hotel California, bajo un cardumen
de águilas gringas volando en círculos sobre su cabeza.
Dicen algunos que lo mataron los narcos;
otros, que sigue preso en la cárcel.
Ojalá Carlos haya montado en el tren de la tarde
y descendido a las puertas de su hotel
para luego enrollar en sábanas de papel cebolla
su largo hachón de mariguana,
y así, en hondas bocanadas de niebla,
fumar a nuestra salud hasta desatar los nudos del odio,
del hambre, y ese agudo alambre de púas
que le ahorcaba la fruta podrida del corazón.