Aquí los amaneceres no son tan apacibles
El viajero
En los páramos salvajes pasta un caballo.
Muerde la hierba con torpeza,
retrasa el camino.
Palabra oscura es el trayecto,
inquietante como una boca abierta.
Tras un vidrio oscuro
He visto el futuro
con ojos que pedí a los muertos.
Todo amarillo como la bilis,
Como una densa niebla donde pintar la rabia.
De allí he surgido.
Cambio de estación
La cruz es una lanza de cuatro puntas.
Una espía en casa de la araña
Suspendida por invisibles manos
otra vez mis voces dibujan espejismos.
Entre la certeza que me araña,
y el oculto centro,
tenso la cuerda. Estoy sola,
pero tenso la cuerda.
Aquí los amaneceres no son tan apacibles
El día es tan bello que de un momento a otro
podría acabarse el mundo.
El rugido de un avión en el cielo pareciera anunciarlo
y la tinta que gotea del lapicero
es augurio de aniquilamiento.
Hace aquí una mañana apaciblemente bella.
Ya es hora, ya es hora. El teléfono suena.
Amniótico
Quiero escapar de un bosque de algas, jardín interminable
como un sushi pegajoso.
Me sacudo, intento nadar hacia la superficie,
pero no alcanzo a tocar la luz, a atravesar el saco materno.
Se me acaba el oxígeno.
Un cuento, una botella
Su cabeza es una biblioteca donde se han desplomado
todos los estantes. “Estás secándote”, dice al cactus,
y lee en las espinas alivio para su carne de lagarto.
El desierto es estar consciente por un tiempo,
porque la sangre gotea y los deseos
se confunden con el polvo.
Vagones
Las mujeres colocaron macetas de geranios.
En las tardes traían alfombras, tomates,
un pincel para dibujar puertas y figuras de humo.
A veces, rugían al unísono como una locomotora.
Y más de una muchacha se tendió entre las líneas ferroviarias para que el tren
aplastara su tristeza
(arrullo fugaz de los que esperan fundar un nuevo planeta). Pero, solo las serpientes
y la brisa canicular
cruzaban hacia el otoño.
El día era narrado cada noche,
en el último vagón compartían el botín:
las hojas amarillas, el olor agrio de los basureros.