Antonio Porchia

o la profundidad recuperada

 

 

 

Por Roberto Juarroz

Lo profundo de mí es todo. Pero es todo sin yo.
Es que todo lo que es profundo solamente es todo.
Antonio Porchia

 

Estas palabras no pretenden ser una introducción, un análisis, una crítica o un comentario, sino tan sólo una reflexión sobre la profundidad, al borde de una obra que es la profundidad. Tal vez se afirmen sobre una línea de esa obra: Lo hondo, visto con hondura, es superficie. Ante el abismo únicamente se puede retroceder, petrificarse o abismarse. Y no hay más comprensión del abismo que el abismo.

Recordé hace años, en otra nota sobre Antonio Porchia, este pensamiento de un prólogo de Montherlant: Hay lo real lo irreal. Más allá de lo real y más allá de lo irreal hay lo profundo. O dicho de otro modo: la profundidad es la dimensión donde cesan las categorías y las oposiciones de la mente binaria, cediendo el paso a las correspondencias y a la función totalizadora. Así, más que el “ser o no ser” de Hamlet, la cuestión profunda parece para el hombre la simultaneidad y no la alternativa: ser y no ser al mismo tiempo.

Profundizar algo es renunciar a poseerlo, porque es hallar que no tiene fondo y eso implica dos cosas: que no tiene límites y que a través suyo se desemboca en todo lo demás. La identidad se confirma y adquiere validez como vía de acceso a la totalidad. Pero hay muchas posibilidades de no tener fondo. Una de ellas consiste en no tener forma. ¿De qué se sostendría entonces el fondo? Otra es la evidencia de que toda forma está abierta en el extremo. Y otra más todavía es la calidad transitoria e ilusoria de cualquier forma, que sólo es un rito de pasaje hacia otras formas y no un triste depósito para detener o fijar la incontenible danza que puebla y es el universo.

Poseía el raro arte de la atención inusitada y creciente, de una atención que parecía una presencia casi física. Quienes estábamos con él sentíamos al hablar que cada palabra se volvía profunda por su atención ilimitada. Su forma de escuchar parecía crear la profundidad en sus acompañantes. Y cuando él hablaba, teníamos la sensación de que lo hacía ya “desde el otro lado”, que por otra parte se volvía entonces infinitamente próximo, mucho más que este lado. A medida que avanzaban sin darnos cuenta las horas de las frías madrugadas de Buenos Aires, sus pequeños ojos eran como dos focos cada vez más despiertos y brillantes. Quizás allí nació mi sospecha de que la eternidad podría consistir en quedarse detenido o fijado en un gran pensamiento, pensándolo para siempre, y que morir no sería más que el último esfuerzo de la atención, el abandono de los otros pensamientos, para concentrarse en uno solo, ya definitivo. Y pienso que tal vez naciera también allí aquella sensación, recogida en algunos de mis libros, de que pensar en un hombre se parece a salvarlo.

La profundidad pone en crisis los principios de la lógica y las convenciones o soportes habituales de la razón. La antítesis, la oposición, la contradicción y la paradoja llevan entonces a la renuncia a cualquier posible explicación de fondo y a la convicción de que el absurdo es otra forma del sentido, tal vez la única válida. Por eso, la máxima profundidad se opone al discurso. Como en Heráclito o en Nietzsche, brota generalmente en breves visiones o contemplaciones y se concreta en fragmentos o aforismos, cuando no en poemas. La profundidad no es elástica y le resulta aplicable la revelación de Saint-Exupéry: La vida del espíritu es intermitente. Y hasta el tiempo es distinto. La duración auténtica es la del instante creador o poético. O como diría Bachelard: El tiempo no dura sino mientras uno inventa.

Su padre había sido sacerdote y dejado luego los hábitos. El recuerdo dominante de su niñez era su trashumancia, al no poder su familia permanecer mucho tiempo en ningún lugar, ante las reacciones provocadas por aquella situación. Repetía a menudo una línea de su libro: Mi padre, al irse, regaló medio siglo a mi niñez. No recuerdo que hablara mucho de su madre. Después de venir de Italia (había nacido en Calabria en 1885), fue apuntador en el puerto de Buenos Aires. Trabajó luego en una imprenta. Nunca le oí una palabra de resentimiento o frustración. Murió en 1968, en la misma ciudad donde había vivido casi toda su vida. Poco después de su muerte, escribí un poema donde le decía: Hemos vivido juntos tanto abismo / que sin ti todo parece superficie. Hoy podría agregar: Hemos vivido juntos tanto abismo / que contigo todo es profundidad.

La profundidad no es hacia abajo o arriba o el costado, sino hacia todas partes, pero por una parte o por cualquier parte. Es el oculto camino que no acaba porque lleva hacia todo. Y es a la par un camino sin regreso y el camino de regreso, tal vez lo primero por lo segundo, porque hay una sola partida, que es el pretexto para el reencuentro del origen.

La profundidad es el vacío afirmativo, la negación que se transfigura en sí. El signo de la profundidad es conjunción del menos y el más: el menosmás o masmenos. ¿Existe acaso alguna afirmación que no se base en una negación? ¿Existe alguna creación que no se funde en una destrucción? La profundidad es la fusión de ambas cosas: creación por la negación. Porchia dice: Como me hice, no volvería a hacerme. Tal vez volvería a hacerme como me deshago.

No recuerdo otro ser a la vez tan sencillo y tan pulcro. No usaba camisa casi nunca. En verano se ponía un saco pijama y en invierno se colocaba una bufanda debajo de un saco más grueso, ajustándola con un alfiler de gancho. Al rato de estar con él, ponía sobre su humilde mesa una botella de vino y un poco de queso, salame y pan. Todo eso lo iba a comprar con una pequeña bolsa al mercado. La amistad sencilla era su arte. La rodeaba de una inmensa atención y una delicada ternura, tan naturales como tomar una escoba y barrer su casa o cavar un hoyo para poner una planta en su jardín. Y tenía además el don de las pequeñas excepciones, como esa manzana que solía reservar para Laura, mi mujer. Don Antonio, como le llamábamos, era también una prueba viva de la profundidad de lo elemental, en el luminoso contrapunto de sus palabras hondas y sus gestos raramente limpios.

La profundidad es riesgo. ¿De qué? De no encontrar nada. Por eso Porchia dice: “No descubras, que puede no haber nada. Y nada no se vuelve a cubrir”. O riesgo de multiplicar la nada, el misterio, el límite o lo ilimitado: Se me abre una puerta, entro y me hallo con cien puertas cerradas. O también otro riesgo mayor: encontrar algo. Y el miedo: A veces, de noche, enciendo una luz, para no ver. Y la soledad: Quien no llena su mundo de fantasmas, se queda solo.

Siempre tuvimos la sensación de estar ante alguien elegido por la soledad. Pero lo inverso era igualmente verdadero: él había elegido la soledad. Confluencia de destino, aceptación y entrega. Soledad de su vida y soledad de su obra, como base insobornable para su calidad de maestro profundo y su costoso aprendizaje de sí mismo: He sido para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo, pero un mal maestro. Amaba y sufría su soledad: Un hombre solo es mucho para un hombre solo. Conocía sus peligros: Quien se queda mucho consigo mismo, se envilece. No la compensaba con la literatura o con la compañía fácil de otros seres, sino con su vida profunda. Su soledad le permitía llegar más plenamente a los demás, como si ya los conociera desde abajo. Y también ser la presencia a la que acudíamos casi en peregrinaje, quizá para curarnos o consolarnos de tanta exhibición de ausencias. Con él aprendimos cómo la soledad puede ser lo contrario del aislamiento y también la condición vertebral de una obra.

Profundizar es romper los límites. Pero ir hasta los extremos y traspasarlos no tiene nada que ver con el exceso. Su signo está hecho de contención y despojamiento: En mi silencio sólo falta mi voz. Y de humildad: Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo. Y también de necesidad: Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo. El estilo de la profundidad tiene siempre un tono solitario, no porque hable de la soledad, sino porque se parece a la soledad. Y llama particularmente la atención su acentuado realismo, pero el de la realidad en el abismo, que es su verdad. Tal vez por eso: El razonar de la verdad es demencia. De allí también la rotunda afirmación: Nadie puede no ir más allá. Y más allá hay un abismo.

A menudo nos repetía: Tengan paciencia, sepan esperar. Era una de sus lecciones mayores. Nunca lo vi impaciente o inquieto por los apremios económicos, la incomprensión o las interesadas reticencias que trataban de silenciar el valor de su obra. No tenía apuro por llegar a nada. Sus pensamientos crecían “sin prisa y sin pausa”, con todo el detenimiento de aquello que tiene la certeza de su vigencia. Es probable que sólo le haya visto algún conato de impaciencia ante la pesadez de la tontería.

La profundidad no es inhumanidad, aunque sí más que humanidad. Porchia dijo que la bondad no es vida. En la misma línea, quizá podríamos sospechar que la profundidad no es sólo vida.

El pensar profundo pasa por el antiguo sentido de la inteligencia: leer en el interior de las cosas. Es penetración, aventura y arrojo, abandono de las garantías, descubrimiento y creación, lo “nuevo” de Baudelaire, lo “abierto” de Bergson, la desinstitucionalización de la búsqueda, la abolición de las seguridades. Por eso Heidegger ha podido afirmar que la ciencia no piensa y arriesgar que tampoco la filosofía piensa.

Durante la conversación, recordaba a menudo algunas de sus voces. No resultaba insólito o artificial: sentíamos que las seguía viviendo. Pero cierta vez me dijo que no había tenido el valor necesario para decir una de ellas ante alguien que pasaba por un momento de angustia. Esa voz afirmaba: Todo juguete tiene derecho a romperse. Y al decírmelo miraba hacia abajo, como avergonzado. Pero no de su silencio, sino del hombre.

El quehacer de profundización, el ejercicio o la captación profunda, no tiene nada que ver con la astucia, la perspicacia o el malabarismo intelectual que llenan los libros y revistas. Es como un instinto de buceo, una inconformidad con respecto a todas las zonas intermedias, una coherencia de integridad, una decisión de ir hasta el final, aunque no haya final. Y eso exige toda la vida detrás, sin juegos a medias, sin retroceder ante el abismo. Profundizar es la forma más radical y generosa del heroísmo. Y es también quedarse sin referencias. La escala de relación es ya lo infinito y el encuentro con la muerte, como experiencia anticipada y parámetro constante de la posibilidad.

Un día me contó que siendo muy niño y teniendo hambre se puso a jugar a la pelota, y al rato, luego de un salto, cayó desmayado. Deducía de aquello que el hambre no fue obstáculo para la alegría. Se puede tener hambre y ser feliz: Quien hace un paraíso de su pan, de su hambre hace un infierno.

Profundizar es ir siempre más allá. Cualquier fragmento de Porchia puede servir de ejemplo: Si me dijeran que he muerto o que no he nacido, no dejaría de pensarlo. El pensar superficial dejaría de pensarlo.

A él le debo, entre muchas otras cosas, la más bella dedicatoria que he recibido. Llevo a todas partes, de lugar en lugar, el ejemplar de sus Voces donde escribiera para mí estas palabras: Al amigo que me falta siempre cuando no está.

La palabra de la profundidad puede ser o parecer cruel a veces: Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes. Pero, si ahondamos, ¿esta aparente crueldad no es o podría ser un perfeccionamiento del amor?

Cuando algunos miembros de la institución artística donde había depositado casi íntegra la tirada de su primer libro se quejaron por el espacio que ocupaba, la obsequió tranquilamente a las bibliotecas populares. Cuando en una famosa revista literaria de Buenos Aires pretendieron corregir, por razones de gramática, algunos textos que le habían pedido luego de la sorprendente declaración de un escritor europeo de que cambiaría toda su obra por haber escrito esos fragmentos, no dudó en retirarlos de inmediato, sin decir absolutamente nada. Su humildad ejemplar y su admirable desprendimiento no se confundieron nunca con la debilidad. La fuerza del hombre profundo se afirma sobre una intensidad interior y sobre coordenadas que ni siquiera sospechan los frágiles apóstoles de la violencia.

La profundidad es lo opuesto a la política. No es extraño que esta palabra no aparezca en toda la obra de Porchia. La política maneja a los hombres, los instrumentaliza, los mediatiza, les impone prioridades, los subordina al poder y la ambición, los somete a causas e ideologías, los despersonaliza, los convierte en rebaño. Lo profundo es la conjugación del hombre en su totalidad y la visión de cada cosa en relación con todas las cosas, sin cálculos, sin artimañas, sin estrategias, sin planificaciones. Un hombre, cada hombre, no los hombres: Cien hombres, juntos, son la centésima parte de un hombre. La política es traición o impotencia ante la profundidad, una trágica tramoya sin relación con el ser, un tinglado concentracionario donde los hombres se transforman en muñecos o en víctimas. La vida profunda es el reconocimiento del ser y la valoración esencial de la existencia o la inexistencia de cada cosa: Y si nada se repite igual, todas las cosas son últimas cosas. La vida profunda es además la vigencia del ser por encima del hacer, la búsqueda de la consistencia, la prueba del mito engañoso de la acción. Porque sólo el ser hace: el otro “hacer” es una farsa, una fantasmagoría, la desastrosa confusión en que estamos perdidos. Por eso Porchia puede afirmar que el hacer no hace nada. O también: El no saber hacer supo hacer a Dios. O, entrando en la dimensión de sus más inefables relativizaciones: Lo que hice o no hice, creo que pasó. Y lo que haré o no haré creo que también pasó.

Sólo a él le he escuchado la singular frase con que siempre nos despedía: Traten de estar bien. Era casi un pedido, algo así como una apelación infinitamente tierna y delicada: un llamado a nuestra posibilidad de ser a pesar de todo. Era como si nos recomendase: “Hagan también lo posible, aunque persigan lo imposible”. Y a veces agregaba una exhortación conmovedora, que sintetizaba de algún modo su mejor deseo y una recóndita nostalgia: Acompáñense.

Escribí alguna vez que la obra de Porchia es una aproximación al lenguaje total. Hoy me pregunto qué es la profundidad en el uso del lenguaje. Y recuerdo un pensamiento de Hebbel: Hay también una profundidad de la forma. Llega un momento en que el lenguaje abandona su papel operativo e instrumental y pasa a ser prueba o caución de lo indecible. Y más todavía: pasa simplemente a ser. Es la culminación del lenguaje, que se convierte entonces en el hombre mismo y adquiere su mayor dimensión de realidad, exigencia y desnudez, terriblemente próximo al pensar y al silencio. Por lo general, no tiene nada que ver con la vanguardia. Y aunque no es necesariamente un lenguaje para iniciados, requiere una suprema atención y una total entrega, quizá porque cada giro está respaldado por toda la posibilidad expresiva del hombre y también por toda su imposibilidad. Emerson escribió alguna vez: El hombre es sólo la mitad de sí mismo: la otra mitad es su expresión. Hay, sin embargo, casos como el de Porchia, ante los cuales sospechamos que todo el hombre puede llegar a convertirse en su expresión.

Recuerdo unas palabras que me dijera cierta tarde, mientras caminábamos por una calle de La Boca. Era aquel su barrio predilecto, uno de los más humildes de Buenos Aires, con sus pequeñas casas multicolores, su atmósfera de inmigrantes, la cercanía de esa oscura corriente de agua que es el Riachuelo, las sirenas de los barcos, los viejos bares en donde los marineros o los trabajadores del puerto se reúnen para olvidar o recordar quién sabe qué cosas, bebiendo y escuchando tangos. Él volvía de visitar en el hospital a una mujer que había querido mucho y que ahora yacía vieja, abandonada y enferma. Me repitió la frase con que había intentado alentarla: “Estar en compañía no es estar con alguien, sino estar en alguien”. Sentí de pronto, como muchas otras veces a su lado, que la sabiduría no había muerto del todo y que en aquella olvidada calle de Buenos Aires quedaba algo de la fuerza oculta que sostiene todavía al mundo.

La potente precisión de la profundidad desemboca en una desconcertante alquimia de la exactitud, donde no existen ya los sinónimos y donde cada palabra se convierte en ella misma, ligeramente traspuesta, con una leve flexión o un casi imperceptible cambio de situación en la frase. Sorprenden entonces las aparentes repeticiones, que por supuesto no son tales, sino una última exigencia del lenguaje, que a veces casi acaba balbuceando una sola palabra: Y si no hay nada que es igual al pensamiento y no hay nada sin el pensamiento, o el pensamiento es sólo pensamiento o el pensamiento es todo. Y hasta me atrevo a sospechar que en estas zonas liminares del lenguaje, hasta las imperfecciones gramaticales o sintácticas adquieren una inexplicable función que las justifica.

Había amado mucho. Su extrema discreción no le impidió, sin embargo, confiarnos en alguna ocasión el hondo sentimiento que lo había unido a una mujer de vida ligera, con quien estuvo dispuesto a casarse. Así supimos cómo ella fue amenazada por quienes la explotaban, para que cortase esa relación. Y también cómo él se apartó, no por su propia seguridad que poco o nada le importaba, sino por la de ella. Allí tiene su origen una de sus voces: “Hallé lo más bello de las flores en las flores caídas”. La asociación del amor y las flores representa sin duda una de las claves para comprenderlo: “El amor, cuando cabe en una sola flor, es infinito”. Otra clave fundamental es la constante relación entre el amor y el dolor: “El amor que no es todo dolor, no es todo amor”.

Paul Tillich ha afirmado que la profundidad es la dimensión perdida de nuestro tiempo. ¿Qué mejor síntesis para un diagnóstico de la inconsistencia? No en vano señaló Oppenheimer que nuestra tentación mayor es ser superficiales. Podríamos sospechar que allí reside la fuerza negativa o la pesadez por excelencia de nuestra época y también de su literatura. ¿Acaso no ha afirmado Robbe-Grillet, por ejemplo, que es preciso ahuyentar de la novela los viejos mitos de la profundidad?

¿Puede haber profundidad sin dimensión religiosa? Creo que no, ya que no concibo lo profundo sin un sentimiento de vinculación con la totalidad, que puede asumir, como en Porchia, la forma de una nostalgia ante una pérdida: Hace mucho que no pido nada al cielo y aún no han bajado mis brazos. O también de una amorosa proyección hacia lo imposible: Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado. Otras veces es la sensación de ser conducido por fuerzas extrañas: Y si el hombre es un hacer con él y no un hacerse él, quién sabe quien hace con él, y quien hace con él, quién sabe qué hace con él. Se trata siempre de una referencia a lo infinito, pero un infinito del que participa misteriosamente el hombre: Eres un fantoche, pero en las manos de lo infinito, que tal vez son tus manos. Lejos de todo dogma u ortodoxia, la necesidad de trascendencia aparece en toda su desnudez, como algo inseparable del pensar profundo y la poesía. Más que fe o sentimiento de lo sagrado, una mística inserción en el misterio que nos envuelve: Si pienso qué es la vida, creo que la vida es un milagro, y si pienso qué es un milagro, no creo en él.

Íbamos a visitarlo en casas cada vez más pequeñas, desde que debió vender la heredada de su hermano y comprar otra más barata y distante del centro, para poder así sobrevivir un tiempo con la diferencia. Pero siempre estaban todos los cuadros que le habían ido obsequiando sus autores, entre ellos algunos de los más cotizados de la pintura argentina de este siglo (Petorutti, Victorica, Quinquela Martín, Castagnino, Soldi, Butler, Forner etcétera). Jamás se desprendió de ninguno, ni siquiera en momentos de extrema pobreza, cuando algunos familiares o amigos trataron de persuadirlo de que vendiera uno o dos. Decía que él vivía solo y no necesitaba casi nada. Lo cierto es que no podía vender un don. No en vano había escrito: No tienes nada y me darías un mundo. Te debo un mundo. Y recuerdo otro detalle iluminador: su cuadro favorito era un pequeño óleo de Fortunato Lacámera, que representaba el solitario ángulo de un jardín, con una breve y desnuda mata junto a un muro. El pintor más humilde y la imagen más humilde: lo casi inexistente.

El pensar profundo transforma, como el amor profundo. Transforma y crea, porque encara la imposibilidad, la muerte, la nada. Esto se les olvidó a todos los gesticulantes revolucionarios de superficie. Pero no a la poesía, que es el pensar integrador y último, el pensar que siente, el pensar que crea, el verbo transfigurador, la abertura del fondo. ¿Es Porchia un poeta? En él se da la fundación del ser por la palabra, la palabra como ser, la existencia como creación a través del lenguaje, el lenguaje como salto hacia otra cosa. Sí, Porchia es un poeta. Pero a veces uno siente que es también algo más o distinto, algo que no sabemos decir. En pocos casos he sentido tanto como ante Porchia y su obra la fatal estrechez o ambigüedad de cualquier designación. Aquí se rompen los rótulos, por privilegiados o sublimes que sean. Y no es suficiente ni siquiera evocar algunas fórmulas más o menos felices, como por ejemplo aquella de la poesía del pensar, de Macedonio Fernández. Creo que Porchia está en la línea fundamental donde se juntan el pensamiento y la imagen, la poesía y la filosofía, cuya artificial separación tal vez constituya uno de nuestros lastres mayores.

No pude estar a su lado cuando murió. Poco tiempo antes había sufrido una caída, con un golpe en la cabeza del que probablemente no llegó a reponerse. El accidente ocurrió durante un fin de semana, en una quinta cercana a Buenos Aires a donde lo llevaba una familia que lo había descubierto no hacía mucho y creía que necesitaba distracción. Tal vez olvidaron sus palabras: Cuando lo superficial me cansa, me cansa tanto, que para descansar necesito un abismo. Pero él no quería resistir ante la insistencia de algo parecido a la amistad o el afecto. Había rechazado, por humildad, las invitaciones que le hicieron para visitar Europa, pero su calidez humana lo condujo hasta el punto exacto donde debía resbalar. Quizá no haya sentido ninguna sorpresa: Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez.

¿Cómo entrar en una obra que es profundidad? Un camino es el indicado por Porchia: verla con hondura, para que se vuelva superficie. Otro camino podría estar dado por la paradójica respuesta de un maestro a la pregunta sobre cómo hacer para entrar en la filosofía: Estar adentro. Otro estaría en ser o volverse profundidad, como quería Plotino en relación con lo divino o lo bello. Y otro más podría ser crear en uno el vacío necesario para la inundación de la profundidad, parafraseando a Eckhart. Y otro más todavía, levantar una flor y sonreírle, como lo haría un maestro Zen, sin buscar ni decir otra cosa. Creo que si Porchia hubiera tenido que escoger, habría elegido la última alternativa. Entre muchas otras cosas, me anima a creerlo así cuando dice: Puedo no mirar las flores, pero no cuando nadie las mira.

Su voz lenta y entrañablemente modulada, con cierto acento extranjero, fue registrada en disco poco antes de su muerte y utilizada durante algún tiempo por una emisora de Buenos Aires, para cerrar a medianoche su transmisión, como un broche raro y abismal. Su voz no vulneraba el silencio. No puedo hoy leer sus textos sin volver a escucharla. Y ahora tampoco lo vulnera.

¿He hablado de Porchia o he hablado de mí? Creo que la profundidad no admite estas diferencias. Simplemente he hablado porque, como a él, me ha vencido lo que he dicho.

Antonio Porchia (Italia, 1885 – Argentina 1968). Poeta argentino autor de un único libro que lleva por titulo Voces. Su poesía aforística, dir ... LEER MÁS DEL AUTOR