Angélica Hoyos Guzmán

Otras posibilidades de la rareza

 

 

 

FRONTERIZOS (22)
Néstor Mendoza

 

En los últimos tiempos (cuando el apremio del día a día abre el paso a un ocio fugaz) vuelvo a pensar en las posibilidades del Caribe como tema de escritura. Para quienes venimos de allí, esta presencia es más bien tácita o la expresamos como un acto reflejo. Está y no está. El “color local” aparece sin extravagancias y el sol, nuestro sol, entra sin tocar la aldaba. En su emotiva dedicatoria, la que me dejó en su libro Este permanecer en la tierra, la poeta Angélica Hoyos Guzmán se despedía con la frase “Hermano caribeño”. Estas dos palabras se quedaron en la memoria sin saber cómo asimilarlas. Sé muy bien que este Caribe compartido (entre ella, que nació en Barranquilla; y yo, que nací en Maracay) permite costumbres geográficas que son reconocibles a simple vista (el ineludible sentido de la costa, esa contemplación narcótica que no permite despegar los ojos del mar de cada uno). No obstante, el ojo que mira y la humanidad que se sumerge tienen sus propias respuestas. “el miedo es un gran mar/un mar violeta”, dice otra poeta, también colombiana, Piedad Bonnett. Todo esto lo había notado antes en algunos poemas de Angélica, los que ya conocía de sus libros precedentes. Pero no es únicamente lo que la poeta expresa antes o ahora: llama la atención su activo deseo del yo (o ese “ella”, la que habla), profundo y frontalmente femenino, que dicta una dirección para los lectores. No hay tema excluido; no hay peldaños negados para su expresión. Su escritura tiene el poder de una comunicación efectiva y decisiva; ella, la que escribe, se dirige con el énfasis práctico de la oralidad, una oralidad sensible y culta, humanitaria. Angélica Hoyos Guzmán nombra un peligro colectivo y un peligro individual, sabe anunciar los resultados de una vida profesional y amorosa con efectivas consecuencias.

 

 

 

 

 

Contigo

 

Salí conmigo a caminar,

me tomé de la mano

mientras el sol entrecerraba mis ojos,

entreabría mi sonrisa.

No te llevé,

fui conmigo hacia las vitrinas,

tuve ganas de besarme cuando vi las parejas del andén,

de pelear cuando los vi fruncir las caras.

Sobre todo quise también reconciliarme.

Me miré a los ojos con deseo,

cuando comimos helado en el centro comercial

me di cucharaditas limpiando mi boca con la servilleta.

Seguí caminando,

quise comprarme una rosa de regalo,

apagué la mirada recordándote,

ya lo de la rosa era mala idea.

Acaricié mi mejilla,

luego mi cabello,

me respiré de cerca,

miré hacia el frente

–cara en alto,

pecho en alto–

como quien sale consigo a enamorarse de nuevo.

 

 

 

 

Costumbres de país en guerra

 

Nos quedamos tristes y no pasó nada.

Cada mañana

los zapatos golpean con más fuerza las aceras.

Saludamos cuando hay que saludar,

deseamos buenos días –bien gracias–

nos despedimos.

Llevamos las manos empuñadas,

con caricias rotas

negadas y sin gastar.

Nos condenaron a cargar la rabia al hombro,

ese terrible llanto adentro.

Nos pasaron cosas

entre ellas la tristeza.

 

 

 

 

Suerte

 

Qué suerte ser Angélica,

planta medicinal afrodisíaca.

Qué suerte no ser Cortázar,

víctima de alguna caja china.

Qué suerte no ser Gates,

ícono económico de una ventana repetida.

Qué suerte no ser Dalí,

en la realidad de los ojos cortados por navajas.

Qué suerte no ser Chomsky,

esa competencia sumergida en el mundo.

Qué suerte ser Angélica,

caminar por mis calles silentes

arrastrando la música de una lata vacía.

Qué suerte ser Angélica,

vivir suspendida en el abismo minúsculo de este nombre.

Qué suerte sentir los golpes,

ver los moretones y la brisa que los toca.

Qué suerte morir para renacer en palabras no dichas.

Qué suerte contar soledades en gotas de lluvia.

Qué suerte ser otro humano,

con eso es suficiente.

 

 

 

 

Oleaje

 

No hay motivo

para que las olas

no dejen sus hondas heridas

en el agua.

Así se limpia el mar.

Después de la tormenta

saca la madera muerta,

renace desde el fondo

 

 

 

 

Siembra

 

Conocí el amor con dos niños

que sembraban árboles por toda la ciudad.

Cerca de mi casa creció un árbol de algodón.

Él, ya de joven,

pasaba de vez en vez recogiendo las semillas.

La esquina se llenaba de motas

cuando el árbol entregaba sus frutos.

Nadie supo qué pasó con ella.

El chico se hizo viejo

hincándose para sembrar

y dejando regado el algodón por todas partes.

De esa manera comprendí

que el amor dura toda la vida.

 

 

 

 

Exilio para los raros

 

Así somos los raros: solitarios,

delirantes y tercos como los toros.

Déjennos conjurados en la sílaba,

en los atardeceres,

en los eclipses,

somos ese caballo que corre por las avenidas.

Déjennos mirando perdidos hacia la semilla,

hacia los árboles y los pericos

que arraigan en las nubes.

Los raros, los miramos a ustedes

a los ojos y murmuramos su sangre,

el cotilleo no impide que fragüemos

sobre ustedes lo que hay de nosotros.

Déjennos, respetado público,

pues sus troncos recios nos incomodan,

nos sacan del agua turbia del sueño.

En el fondo de los raros arde el fuego

para la juntura, la revuelta,

la rareza nuestra

que es de ustedes, de los que vuelven,

de los que siempre están partiendo.

Otra vez aquí los raros,

—con nuestras serpientes y

nuestros hechizos—

solo a nosotros hacemos daño,

así en la tierra como en el cielo.

 

 

 

 

¿Cómo nombrar este cuerpo?

 

Su corazón es el de un niño huérfano.

Un puñado de susurros llena el esternón

y las costillas de una mujer olvidada

en algún potrero de Ciudad de México o de Bogotá.

El cráneo que yace sobre la mesa de disección

no es el de Otelo.

Una anciana posa con una hendidura en el parietal

izquierdo; sus pómulos pronunciados preguntan:

“¿Quién regará mis romeros en la mañana?”.

Un adolescente presta el fémur

y la tibia aún sin clasificar.

Un caucásico dona las falanges de las manos

para completar el cuaderno del forense.

Pesa el aire de los muertos sin nombre.

Se levantan pidiendo arrullo:

“Todos los huesos hablan penan acusan

alzan torres contra el olvido”.

Los escucho como una madre cuando

lloran los hijos sobre su falda.

 

 

 

  

Poemas antónimo

 

[Amé a Neruda]

Me gustas cuando escuchas porque estás como presente,

y te hablo desde cerca y mi voz te alcanza.

Parece que los ojos se te hubieran sembrado

y parece que mi beso susurra en tu boca.

Como muchas cosas estoy tocada con tu alma

y emerjo de las cosas llena del alma mía.

 

Soy mariposa negra y también ilumino,

y desde tu espejo me muestro vanidosa y sonriente.

 

Me gustas cuando escuchas y estás como atento,

y estás como esperando la sangre en mi palabra.

 

Y te hablo desde lejos y mi voz ya te toca.

Déjame que te corte el ombligo con la mirada.

Déjame que te hable también con este asombro.

Soy armoniosa y despejada como el día.

Mi palabra abre y aviva tus ramas.

Me gustas cuando escuchas porque estás como vivo;

sosegado y desnudo como en tu primer llanto.

 

Y mi voz, entonces, germina,

y los cantos de las mujeres que soy te abrazan,

y todas mis palabras bastan.

 

Angélica Hoyos Guzmán (Barranquilla, Colombia, 1982). Escritora, docente e investigadora de la Universidad del Magdalena, Santa Marta. Candidata a doctora en Lite ... LEER MÁS DEL AUTOR