En la guerra del clorox
EN LA GUERRA DEL CLOROX
Creo que hay dos mundos.
En uno de ellos yo lo limpio todo,
todo el tiempo.
En ese mundo tengo laboriosas rutinas
para purgar el día y sus objetos.
Hablo del polvo -en parte-
la capa que todo lo desborda.
Pero voy más allá del polvo.
Me arrodillo ante las cosas, sea carne, madera,
metal o plástico, todo lo recorro,
lo exprimo, lo enjabono, lo desaguo.
Descubro porosidades hasta en lo más llano y las extraigo.
En esto, siento como los músculos de mi cuerpo se tensionan
cuando bajo hasta una superficie y raspo.
Mis extremidades se llenan
de un líquido negro imaginario
que lleva el nombre de un cierto placer que desconozco.
Yo tengo el control.
Esa sensación entre dedos y muslos
es mi gran posesión inesperada
cada vez que, con mi esponja milenaria,
como un gigante enfurecido raspo,
hasta el resquicio de todo
y lo aliviano, lo desgajo y lo azoto
hasta arrancarle el borde puro,
hurgo una a una entre las cosas
y les saco la muerte que cargan.
Pero en las noches, viajo al otro mundo,
con las manos exhaustas,
descamando por debajo de las uñas
mi piel desprovista de toda superficie,
las manos sin animal
sin el brillo de lo vivo
sin la costra de lo muerto.
En mi sueño intoxicado
por vapores desinfectantes
en la ruta corrosiva de lo limpio,
sueño con las tardes inmundas en que yo era libre.
El tedio, la caída ociosa de una gota sucia,
cuando nadábamos la poceta antihigiénica del otro
y nosotros, los inmundos, comiéndonos las uñas en público,
-tan solo por creerlo- fuimos invencibles.
(*Poema inédito)