Andrea Cote

Desierto Rumor

 

 

Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone.

ITALO CALVINO

 

 

DESIERTO RUMOR

 

Padre, madre, ya tengo el peso de un hombre.

Aquí es el puerto del primer día,

no escojan alimento para mí,

no vigilen mis pasos,

ya he desembarcado en mí,

soy solo.

 

Denme una hoja de eucalipto para el viaje,

un impreciso pronóstico del tiempo

la brújula quebrada que sólo marca norte,

un mendrugo de pan.

 

Desmantelen la habitación en que crecí,

abran fuego en la noche con mis mantas,

otórguenme el don del despojo.

De ser posible,

un momentáneo olvido.

 

Dispuesto estoy para partir.

No ostento

otro peso que el nombre.

 

 

 

 

RAÍZ

 

Estoy de acuerdo con ellos,

es mejor que no vayas.

 

Rumbo adentro,

allá en lo yermo,

te espera un valle sembrado de murmullos.

 

Allí lo negro recrudece negro

y la noche es lo que cruje

al compás de todos los sonidos

menos uno:

agua.

 

Atiende, soy padre,

raíz añeja y testadura,

de esas que se aferran al cemento

y a la costra reseca de otros árboles.

No vayas.

 

 

 

 

TORMENTA

 

Ni la estepa, ni el baldío,

ni el alud de viento que se agranda en la espesura

son labor del despojo.

 

Hay vacío aquí

pero nada de esto

lo ha perdido el hombre.

 

En sus pardas lejanías

el desierto es manso.

 

Y ahora, como antes, mis paisajes,

poderosos tumultos de lo derribado,

son la garra de lo vivo.

 

La farragosa neblina

alcanza mi ventana,

el desierto se revuelve sobre sí

enorme y pedregoso,

pero mínimo.

 

El avizor rugido de tormenta

es calma,

pues todo el mundo sabe

que hay pavor en el silencio.

 

Por la mañana cosechamos luz,

accidentales beduinos en las noches

contra el frío vertemos

cántaros de resplandor petrificado.

 

Y no tenemos más preguntas

para la esperanza

que la que eleva el desierto

cuando recrudece

en el árbol solitario.

 

 

 

 

EN LAS PRADERAS DEL FIN DEL MUNDO

 

Los que hablan de cosechas,

como de lánguidas apariciones,

entre torres de polvo y bruma

distinguen maizales de fuego.

 

Entre saguaros erguidos,

que al azul saludan como hermanos,

extienden su feroz quejido

que pide al desierto que no los vea.

 

Las recámaras de cielo desecado,

templado por ceniza y cal,

invocan el amparo del árbol

cuya savia es una roca dura.

 

En las praderas del fin del mundo,

de las láminas ajadas de los cuerpos,

se desclavan, una a una, las partículas de polvo

que engulle el viejo sol, único dios íntegro.

 

 

 

 

LECHO

Dímelo a mí,

que vengo del fondo de ese río

cuyo caudal

es un cúmulo de piedras.

 

 

 

 

VISIÓN

 

Casi todo era escombros,

árboles enanos,

piedra que nació quebrada

como si este fuera

el predio en que arrojaron

la pedriza que sobró después de hacer el mundo.

 

Esqueletos de barcos y ballenas

soplando en el costado de todo lo que vive.

 

De este lado, madre,

no envío misivas que incluyan mi apellido,

—no lo preciso—

me he hecho uno con él,

y los que tienen temor de pronunciarlo me llaman “aquel”,

uno cuyo nombre es su rostro.

 

 

 

 

NOTICIAS DEL ABISMO

 

Madre, padre,

al cruzar la espesura de vacío queda una cumbre,

hasta allí he subido

para traerles noticias del abismo.

 

Abran el pórtico,

díganle a ella que en la verja me reciba,

y trozo a trozo me desprenda de las botas

el rastro de cantera,

el polvo de animales muertos

que sin querer he arrastrado hasta su casa.

 

Traigo noticias del abismo

acéptenme el don de lejanía,

la malherida pureza de esta ofrenda,

el racimo en que perviven

las negras raíces

de todos los árboles

que faltan en el mundo.

 

Andrea Cote Es autora de los libros de poemas: Puerto Calcinado, La Ruina que Nombro y En las praderas del fin del mundo (201 ... LEER MÁS DEL AUTOR