Ana Corvera

El amoroso silencio del mundo

 

 

 

 

Resonancia magnética

 

El amor que me tuvo mi padre

es un falso animal condenado a la muerte

—entre los axones de la corteza el hipocampo

no es caballo de agua o nido de alevines;

es tiempo y estructura. Un ancla sin brío

donde queda la memoria indefensa

a capricho de la superficie.

 

Una verdad golpeó al hombre.

Translaminares sus certezas por en medio de los gritos,

las llamadas de emergencia, la disculpa que ya no pudo pedir.

Si el radiólogo quisiera devolverme la ternura

haría una foto del lóbulo prefrontal de mi padre justamente hoy,

a un dígito de su extinción.

 

Frente a la máquina me explicaría,

a pesar de lo compacto y lo reticulado del silencio,

por qué mi padre nunca me olvidó.

Pero un negro sanguíneo se cuela por los huesos

y no hay médico capaz de evitar la agonía.

 

En el cráneo de mi padre muere un pez que nunca pudo moverse.

Un caballito incapaz de dar luz a ninguno de sus hijos.

 

 

 

 

Herida negra

A Minerva Margarita Villarreal

 

“Quien sabe de dolor, todo lo sabe”
Dante Alighieri

 

Una herida resplandece en el interior de una mujer.

 

Es apenas un punto pero camina con ella

e intrusa, al amparo del silencio, coloca su reloj.

Arena que gotea y se expande en un código

sin verbos; dolor que sólo se descifra

en la imagen y en la sangre.

 

Una herida negra eligió, como siempre, la belleza.

 

Ahora se resguarda del sol en un cuerpo

que la llora y la escribe.

Crece dentro de una niña de cabellos rojos

el lenguaje que nadie puede detener.

 

Una herida es capaz de iluminarnos.

 

El naufragio que somos puede borrarse

sobre una cama de hospital,

pero no las conquistas del verbo sobre la historia;

no la serenidad ni el abrazo de una madre que corría

por el umbral de los elevadores en otro continente.

 

En cada lágrima se intuye una herida.

 

Refulge la promesa de la muerte en nuestro territorio.

Cuando llegue y crezca,

alumbrada por su propio lenguaje,

cuando ya nadie la pueda detener,

nos quedará, como a la dama de cabellos rojos,

el amoroso silencio del mundo

hacia la herida que fuimos.

 

 

 

 

Hendidura

 

Cuando él habla desde el fondo

sus arrugas se diluyen.

 

En la frente aparece un niño

con el mismo nombre;

insiste en aplanar los surcos

y borrar su versión más triste

montado en un carrito,

en la sonrisa de la abuela.

 

Cuando llora desde el fondo

otra vez la pureza, lo simple.

El asombro al que renunció.

 

Verde la belleza de sí mismo

en el iris de su madre.

 

Verde y río las palabras

que quisiera decir.

 

Pero mi amor es de un hombre

que calla para no volverse agua.

 

Se va cuando lo aprieta el mundo.

 

Su pecho es ojo de tigre,

sol endurecido:

 

nada puedes pedir

si no está escrito

en alguna de sus manchas.

 

Mi amor pertenece a un hombre

que sueña con morirse piedra.

 

Nunca fui tan de nadie.

 

 

 

 

Hoja de higo (Ficus folium)

Bajo la luz de una higuera, este insecto grita las contenciones de su pecho. ¿Qué es lo que espera? ¿Hacia dónde se encaminan sus inevitables pasos? Cada uno de esta especie avanza lluvioso y confirma –a veces a su pesar– la fábula de la caverna: el deseo por el objeto, un anhelo por cualquier tarde. Él es el mar ausente, la piedra rota, y no hay otra realidad sino su sueño. Si fuera por él, se quedaría a regar el jardín con leche, la misma que mana de los pechos de la diosa de las higueras. Dulce, blando, corruptible como es, ofrecería su cuerpo a los hambrientos de ilusión: enfermos terminales, niños abandonados y tal vez madres prisioneras de su libertad.

Él, hoja de higo, se abre paso. El camino está lleno de trampas y fugitivos, pero debe terminarlo, llegar entero hasta posarse sobre aquella imagen tan llena de mar y de palmeras. Quiere probarse en nuevos territorios, utilizar sus disfraces de cielo, de arena, de piedra y de mar, para decirles a todos los espejos, cantando, que busquen siempre, tras de sí, otra respiración.

La soledad se lleva por dentro. Basta mirarse la palma de la mano, el lente de los microscopios, las fotos antiguas, el rostro del tendero y los besos de quien te mima para saber que afuera no existe.

La hoja de higo avanza alegre, se desliza por debajo de la puerta mientras alguien, silencioso, teme por la sombra de su pequeño corazón.

(Fragmento de Nocturno corazón de los insectos)

 

 

 

Amantes de hechicera (Magus amantis)

Vienen sólo si hay música de fondo y la nueva luna irradia oscuridad. Arrojan sus cuerpos duros sobre las flores del Caribe, aún cuando mayo esté lejos de ser primavera.

Engalanados por el trópico, funden su color al de la humildad de la tierra, abandonan su lecho cuando la lluvia anuncia otro aniversario. Esa noche de cálido invierno los abejones despiertan con signos de locura, su futuro nace de un aroma que viene de los palpos.

Mientras el tiempo se distrae con las palmeras, los opuestos se entregan a la dictadura de su sexo. La hembra frota sus pares de patas y estrella brevemente el abdomen sobre las rocas, liberando un embrujo contenido en las entrañas; él, rostro sin flecha, acude sonriendo a su último destino.

La pequeña hechicera muere arrojando su fruto, veneno insaciable de raíces. Un furor atrapa los ojos al amante complacido y su interior estalla en un sitio donde la brisa no llega.

Sobre los indicios de un pantano, cualquier mañana de invierno, yacen dos seres venturosos mientras la historia se derrama.

(Fragmento de Nocturno corazón de los insectos)

Ana Corvera (Zacatecas, 1984). Maestra en Estudios de Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara y Licenciada en Letras por la Universidad Au ... LEER MÁS DEL AUTOR