La poesía está en el aire
Por Marco Antonio Campos
1. Primeros poemas. Revistas. Lecturas.
Escribí en Guadalajara en 1986 mis primeros poemas. Están inéditos, y es su único valor. No tenía intenciones de ser escritor; si es inteligente uno se dedica a otros menesteres: a contador público, a ingeniero, a médico…
Llegué a Ciudad de México en junio de 1937. Tenía interés en leer a algunos poetas, particularmente los de la última generación, y en especial los Contemporáneos. Por ese entonces empecé a familiarizarme con la obra de Enrique González Martínez y de los poetas de la generación del 27 española, sobre todo Lorca y Alberti. Desde un principio viví en la capital, contando con la amistad de Leopoldo Zea, Jorge González Durán y José Luis Martínez, con quienes compartí la relación personal y las lecturas.
Al llegar a la capital no conocía a ningún escritor. Había venido con la intención de estudiar la preparatoria, pero no me matriculé. Mis hermanos y yo vivíamos con lo que mi padre nos enviaba desde Acaponeta, mi ciudad natal, y habitábamos en un cuarto de vecindad en la calle de Costa Rica, en un barrio cercano a Tepito. Ese estatus social se refleja en mi último libro, que está basado en recuerdos de mis primeros años en Ciudad de México.
En 1939, Mario de la Cueva, que era Secretario General de la Universidad, le propuso a Jorge González Durán la creación de una revista literaria, que naturalmente editaría la Imprenta Universitaria. La titulamos Tierra Nueva. Leopoldo Zea, Jorge González Durán, José Luis Martínez y yo, asistíamos a la Facultad de Filosofía y Letras, y fuimos discípulos de José Gaos, el gran maestro que vino con el exilio republicano español.
Con el apoyo de Mario de la Cueva apareció en enero de 1940 la primera entrega de Tierra Nueva –duraría la aventura quince números-, dirigida por los escritores antedichos y yo. Desde su fundación procuramos que sus páginas aprovecharan los escritos de los más jóvenes. Sin embargo, en todos los números, nos apoyamos en una firma de prestigio al frente de la revista (Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes, Enrique Díez-Canedo, Enrique González Martínez). Fue, me parece, la principal revista para jóvenes escritores, y allí se iniciaron algunos de los mejores que hoy escriben. Taller, la revista que reunía a Octavio Paz, Efraín Huerta, Neftalí Beltrán y Alberto Quintero Álvarez, murió a principios de 1941, en la época cuando se publicaba Tierra Nueva. La diferencia entre una revista y otra es que Taller mantenía una posición política bien definida y Tierra Nueva era exclusivamente literaria. En Taller –otra leve diferencia- publicaban jóvenes de más prestigio.
De hecho comienzo a escribir en 1938, específicamente el 15 de abril cuando redacté en la Biblioteca Nacional el “Poema de amorosa raíz”, impreso en el número inicial de Tierra Nueva, y que fue muy bien acogido por los aficionados a las letras. A partir de entonces seguí escribiendo poemas que en buen número dejé inéditos.
Con la publicación de Tierra Nueva conocí a algunos escritores. Uno de los primeros fue Octavio Paz, que me presentó con Pablo Neruda, por ese entonces Cónsul de Chile en México. Me lo presentó durante el velorio de Silvestre Revueltas. Con los Contemporáneos, salvo Gilberto Owen, de quien fui un verdadero amigo, resumiría mi relación como cordial y distante. No estuve cerca de Xavier Villaurrutia; influyó en mi poesía, fue un maestro indirecto, pero no cultivamos mayor amistad.
Leía entonces asiduamente, y los poetas que más me marcaron, además de Villaurrutia, fueron José Gorostiza, Luis Cernuda, Vicente Huidobro y Vicente Aleixandre (sobre todo La destrucción y el amor). Y también la Antología de la poesía española contemporánea, que preparó Gerardo Diego. De los poetas de otras lenguas, principalmente, Paul Valéry, Saint-John Perse, Paul Claudel, Rilke, y, desde luego, T.S. Eliot, de quien aprendí las posibilidades del lenguaje conversacional, que, aunque en mínima parte, las he aplicado en mi poesía. Y la Biblia, por supuesto. En mi obra poética, sobre todo en Palabras en reposo, hay expresiones bíblicas recreadas y aprovechadas. Por ejemplo esa que dice: “Y caiga la techumbre y nos sepulte”, que yo convertí en el verso final de “Consejos del perezozo” en: “Y luego caiga el techo y nos sepulte”, más fluido, menos contundente, o el que abre la segunda sección de “El responso del peregrino”: “Aunque a cuchillo caigan nuestros hijos…”
Por 1942 Octavio G. Barreda me invitó a colaborar en Letras de México, revista que dirigía y publicaba desde 1936. Poco después se le ocurrió a Barreda fundar una revista con el título El Hijo Pródigo que reuniría en sus páginas a los escritores dispersos de Contemporáneos, los colaboradores de Taller, los que dirigieron Tierra Nueva y, además, daría cabida a los escritores españoles que llegaron a México a partir de 1939. El Hijo Pródigo ha sido probablemente la mejor revista literaria mexicana. Preocupada más por la calidad que por mantener una posición ideológica, cumplió debidamente sus propósitos. La única salvedad propiamente dicha fue que no admitió en sus páginas a escritores extranjeros que hubieran participado al lado de los ejércitos fascistas. Salieron 42 números y todos tuvieron un valor estético similar.
Barreda supo aglutinar a escritores de diversas corrientes y tendencias. Era hombre culto y generoso. A nadie debo tanto en mi formación literaria como a él.
2. Treinta años de crítica literaria
Cuando empecé a escribir creí, a pesar haber publicado ya algunos poemas, que mi destino en las letras sería la crítica literaria. Escribí crítica, con suma constancia, de 1940 a 1970: en Tierra Nueva, en otras revistas y en los suplementos culturales de El Nacional, Novedades y El Universal. Nunca fui más allá de la reseña, pero solía poner en cada una de mis colaboraciones un poco más que la simple elucidación de influencias en el texto criticado. La crítica literaria tiene el justo derecho de ser considerada como complemento de la creación propiamente dicha. La autocrítica, que en mi poesía fue extrema, es en cierta forma la reversión de lo que he opinado sobre la obra ajena: mis juicios acerca de otras obras se han revertido sobre aquello que en horas muy solitarias he decidido convertir en palabras. Dicho más claramente: si para escribir poesía se emplea principalmente la imaginación y para redactar crítica se hace uso principalmente de la razón y el conocimiento, no hay contradicción entre el poeta y el crítico. El crítico conduce no sólo a la lectura de los libros que están apareciendo sino que contribuye a que el caos de la imaginación, o peor aún, de las imaginaciones, se perfile en una continuidad que al fin y al cabo creará lo que llamamos tradición de la literatura. Se entiende la tradición, no como lo muerto de una actividad, sino lo que ha quedado vivo y permanece. El crítico debe ser un ordenador y un orientador, y mientras más críticos haya, mejor.
3. Dos hermosos libros que son uno
Páramo de sueños (1944) e Imágenes desterradas (1948) son de hecho un solo libro. El título del primero lo tomé de un verso de José Luis Martínez. El segundo se llama así porque son imágenes desterradas del primer libro, es decir, poemas que había dejado fuera e incorporé al nuevo.
De alguna manera mi poesía es una prolongación de la de Contemporáneos. Sin duda de aquella poesía vienen las imágenes recurrentes del espejo y la sombra. Como en ellos, pero aquí no hay influencia, en mi poesía se da la ausencia de color. No hablo, claro, de Pellicer ni de Gorostiza. No busqué intencionadamente esa carencia de color; salía así. Por lo que sí me preocupé fue por hacer versos muy limpios, muy cuidados.
Los temas que me inquietaron más fueron la soledad, el sueño, el amor, la destrucción, la muerte… Todo acaba en humo, en ceniza. ¿El sueño? Entre la realidad y la muerte se despliega el sueño, que es, tradicionalmente, un paso entre uno y otra. Clásicamente la muerte no significa destrucción, sino que es otra existencia. Nerval, a quien leí a su hora, comienza Aurelia diciendo: “Los primeros instantes del sueño son la imagen de la muerte”. Es decir, mientras el sueño no logre su totalidad representa el exterminio, pero una vez llegado a su culminación significa una segunda vida. En Garcilaso de la Vega hay una imagen parecida: “Del sueño, aquella parte que suele ser imagen de la muerte”.
4. Estética personal
De hecho en mi poesía no hay aventuras formales; nunca intenté innovar los moldes. Escribí en formas modernas pero establecidas. En la forma hay variedad, no ruptura.
Escribí siempre de noche. Redactaba el poema, corregía, lo pasaba en limpio, lo volvía a corregir. Puedo mostrar que un poema mío tiene hasta sesenta o setenta versiones corregidas. ¿Cómo los terminaba? Un poema no da más hasta que, leído en voz alta, el poeta cree que no le falta ni un punto ni una coma. No era raro que me tardara hasta un año en cerrar un poema.
El defecto de mi poesía es que no es plástica: es sugerente, impresionista. Es una copia de trasfondos: hay algo detrás y detrás… Mi concepción estética, si pudiera llamarla así, sería la de la rosa que cae (“A una rosa inmersa”): escribir cosas que dicen otras cosas que dicen otras cosas… Eso obedece a una manera de percibir en poesía como lo hacía en la música Claude Debussy. En varios de mis poemas se advierte una evolución o desarrollo de impresiones conducidas hasta la final desintegración. Otro poema mío, “Salón de baile”, el cual no me desagrada, describe, en efecto, un salón de baile, pero tiene como trasfondo la vida misma: la vida como salón de baile. Todo se irá con el humo. Los sentidos, entonces, sirven para defenderse u oponerse a ese alud de destrucción que se nos cae encima, pero simultáneamente resultan útiles para que la conciencia arda por encima de esa constante destrucción.
Regularmente los poetas han escrito por líneas; con toda conciencia preferí el encabalgamiento. Con cierta frecuencia lo que hice también fue quemar un verso. Me explico. Si había, por ejemplo, un poema pleno de eufonía, dejaba correr los versos, y de pronto, lo quebrantaba al final con una disonancia. Alguna vez Elías Nandino dijo al leer un poema mío: “¡Qué bello! Lástima del último verso”. Pero era adrede, absolutamente. César Vallejo lo hacía también para evitar el goce monótono de la belleza.
He admitido siempre que la poesía no está en la realidad. La poesía es una creación de la conciencia, pero su material proviene del inconsciente. El mundo no es en sí ni poético ni no poético; lo que hace la poesía es prolongar la materia. No es sólo un grupo de sonidos sino una creación que añade algo a la existencia. Por eso se habla de crear. Un poema es algo que prolonga lo que existe. (Eso lo aprendí de Martin Heidegger.) La poesía está en el aire: cada uno ve lo que quiere ver. Recuerdo que alguna vez me encontré en el Teatro Xola con José Gorostiza, de cuya poesía yo había escrito un pequeño texto. Se me acercó y dándome una palmadita en el hombro, me dijo: “Me gusta que mis amigos expliquen lo que yo quise decir en mi poema (Muerte sin fin)”. Era una broma hermosa.
Rehuí también lo puramente coloquial, que ha sido una forma grata a los poetas fáciles. Se puede afirmar que en lengua española, hasta hace algunos años, lo coloquial era visto como algo perjudicial para la eficacia de la palabra poética. La influencia de la poesía inglesa, con Eliot al frente, hizo que esas maneras de expresión tuvieran carta de ciudadanía, aun entre poetas tan “metafísicos” como los de Contemporáneos o en el Paz de Puerta condenada. Yo he frecuentado lo coloquial, pero poniéndolo siempre en un segundo término y también prestándole una segunda intención. Esta actitud deriva de algunos poemas de Eliot que, no se limitan sólo al círculo de lo descrito, sino que van más allá y buscan significados que se relacionan con conceptos existenciales. Según observo, algunos jóvenes de ahora gustan de la referencia directa sin hacerla trascender de lo referido. Eso viene principalmente de la influencia del chileno Nicanor Parra, que ha despojado a la palabra poética de dos de sus virtudes: el esplendor y la eufonía. Con sólo referir los hechos cotidianos no se hace poesía. Hay que saber oír. Por ejemplo si se lee a César Vallejo se notará que de repente corta el verso, pero él lo hacía con absoluta conciencia. Te quitaba la escalera y te dejaba con la brocha en la mano. Pero nunca descuidaba su inconfundible ritmo.
5. Un libro inmarchitable: Palabras en reposo
Después de Páramo de sueños y de Imágenes desterradas, se produce en Palabras en reposo un cambio radical. Es una poesía en la que recuperé el mundo que viví a fines de los treinta y en los cuarenta, y que conocía en verdad a fondo. Un mundo de marginados y de pobres diablos. Esos que llevan “la ceniza en la frente”: la prostituta, el burócrata que sale de vacaciones, la gente humilde. Ya no veo hacia dentro de mí, sino al nosotros. Se ha dicho que mi poesía no se parece a mi carácter. Que es pesimista y desoladora. ¿Por qué? Porque refleja la situación social en la que uno vive. Cuando llegué a México vivía con estrecheces y no podía en esas condiciones redactar textos optimistas.
Para esta suerte de poesía me inspiré en el libro del poeta estadounidense Edgar Lee Masters (Spoon River Anthology). También fue importante una novela de Sherwood Anderson (Winesburg, Ohio), donde los personajes narran la vida de un pueblo: el peluquero, el médico, el juez…
En Palabras en reposo brotan experiencias directas, sólo que transformadas. Por ejemplo, “Monólogo del viudo” trata de un actor que yo conocí, que acababa de perder a la mujer, y del que imaginé el regreso a su casa después del sepelio y todo lo que mira le hace recordar a la esposa recién muerta: “cortinas, lecho, alfombras y destrucción hacia el desdén transcurren”; en la “Prosa del solitario” se trata del proxeneta que, tras “el último sorbo de café”, oye a la prostituta que le dice “deséame suerte” (hay algo irónico, por supuesto), lo que “precedía su cotidiano ir hacia la calle”; en “Los ojos verdes” vibra una imagen persistente: la de una mujer a quien veía a diario y cuyos ojos daban la impresión de “solemnidad de tigre incierto”; en “Mujer ante el espejo” se muestra una vieja que fue hermosa y que al contemplarse en el espejo recuerda otras épocas de placer; el “Monumento a un poeta” lo escribí cuando se iba a hacer una estatua de López Velarde en Zacatecas.
Sí, yo también considero mi mejor poema “Responso del peregrino”. Es la reflexión de un soltero que va a dejar de serlo. Me llevó cuatro meses redactarlo y lo publiqué en el suplemento cultural del diario Novedades en mayo de 1949. Lo dediqué a Lourdes mi mujer, pero tiene relación también con la Virgen de Lourdes. Está dividido en tres partes: en la primera, describo quién es ella; en la segunda, relato cómo será probablemente la vida de casados, y en la tercera, digo que, una vez que haya muerto, lo dejo todo a su responsabilidad, y afirmo, entre otras cosas, que pase lo que pase –“aunque a cuchillo caigan nuestros hijos”- el linaje debe prolongarse. Hay en los versos finales de las tres partes del poema la repetición de la palabra “tempestad”, que significa la vida. En la primera se dice:
Petrificada estrella, temerosa,
frente a la virgen tempestad.
En la segunda:
Regresarás a casa, y si alguien te pregunta,
nada comprenderás: sólo tus ojos
reflejarán la tempestad.
Y en la tercera:
Fiesta de Pascua, en el desierto inmenso
añorarás la tempestad.
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