Ciudad de Dios
ORIGAMI
Me pagan por jugar,
es decir,
me pagan por una niñez absurda.
Me pagan —o dicen que me pagan—
por escribir poemas
y así el agua de lluvia
va directo a la ranura de las alcancías.
Debo ir a trabajar.
Viene bien decirle “ni modo”
al corazón: cerradura cuadrúpeda
que vende sangre y escupe
consonantes automotrices.
Como decir que este poema
está pudriendo la vida sexual
de los mendigos que se disfrazan
/ de mí.
Ahora me veo perseguido
por el cachorro de papel
que suelo ser.
Porque en eso se ha convertido el amor:
en salvaje un perro de origami.
EL CUCHILLO
Quien escribe con un cuchillo,
que duerma con uno bajo
la almohada.
Que espere con un cuchillo,
que beba con un cuchillo
junto a la botella.
Que hable con un cuchillo
entre los dientes.
Que asalte cementerios,
abastecedores, basureros,
que irrumpa en los sagrarios,
los quirófanos, las tabernas,
con un cuchillo.
Que haga el amor con un cuchillo
cortado por otro cuchillo,
pensando en un cuchillo,
afilando el más letal de los cuchillos.
Que sea un cuchillo.
PLAZA MAYOR
Una vez que las palomas llegan al parque,
sin pretensión ni asombro,
se convierten en perros con pico.
Si no te muerden es porque, además de alas,
tienen sentido común
y no te quieren en su álbum familiar.
Es imposible patear a las palomas:
las muy cobardes vuelan
al uno sacar el zapato del asfalto frío
con cierta intención de decorar con sus plumas
la puerta de la Municipalidad.
Es aún más difícil
tomarlas con el pensamiento…
Las palomas se barnizan con el Sol
y pierden todo su plumaje
ante la luna.
Caminan, como perros,
las palomas en el parque.
No son pollos.
No son buitres.
No son nada.
Pero vuelan.
PARA HABLAR MAL DEL VINO
Siempre he pensado mal del vino.
Lo beben solo aquellos
que tienen dudas muy a lo profundo
de su alcoholismo.
Es tan solo
una sopa de uva mala
que ni siquiera merece una orillita
en el altar de la Sed.
El vino suele funcionar,
pero es para borrachos
sin porvenir:
diseñadores de muebles
o de zapatos,
cursis polizones del afecto,
apóstatas de la poesía,
En cambio, el vodka,
—eso que sudan las campanas
por toda la Madre Rusia
de Maiakowski—
es el único abrasivo que puede
con las manchas de lápiz labial.
Las remueve,
como ácido sobre la porcelana,
y se las lleva al infierno
y las pone en la frente de Judas
para su tormento eterno.
CIUDAD DE DIOS
¿De quién es esta tierra pétrea y lluviosa? De la muerte.
Ted Hughes
Esta luna es la carta boca abajo
de lo que te digo.
Porque lo que te digo
es una pregunta invisible.
¿Es esta la herida,
es esta la huerta de sangre
que nace de mi boca golpeada,
del martirio de mis venas?
Es que si no te veo conmigo
allá en el espejo al verme,
¿dónde estarán mis ojos,
dónde mis manos predecibles?
¿Dónde estará la ropa que cae
sin tu aprobación?
La luna así
es la carta en blanco de la baraja.
El as mudo, impertinente y vacío.
La tormenta eléctrica
que nos impone su color
sobre las sienes.
Y ver a la ciudad de San José
como un gran derrame de calles:
el lagrimeo de un suicida
que come una cucharada de plomo virgen.
Al fondo, “Perfume de gardenias”
en el bar La Victoria.
La modelito del Diario Extra
ensalivada de pies a cabeza
por un millón de cornudos
sin oficio y sin esperanza.
Debo ser prudente.
Escribo mal y me delato.
Escribo peor y estoy
en las listas de allanamiento
de la policía montada.
Me formo en las filas
de quienes toman instantáneas
de los balleneros que atraviesan
avenida 10, desde La Sabana
hasta el embudo coronario
de las más desafiantes cantinas
y las más oscuras y empolvadas salas de masaje.
Termino hablándote de una ciudad
que suele madrugar
sin grandes pecados en el horizonte.
Quizá en su desteñida bandera
habite el papel crujiente
de la papelería más impar del mundo.
Quizá el apocalipsis
elija a San José y no a Jerusalén
como su sede oficial,
como su capital extinta.