Presentamos dos textos claves del renombrado poeta ecuatoriano.
Alfredo Gangotena
Bebida Turbia
a Henri Michaux
Escucho tus ondas, inefable noche, tu soplo, oh reina del
sueño, en mi urbe.
La oda comienza: que muja en mi la imprenta.
¡Funde este orden, ácido rojo del estío!
Y que yo palpe las verdes ancas de la pradera.
La imagen del Espíritu Santo se inflama detrás de las vidrieras;
Sus bordadas alas de amor penden de las extremidades del dintel,
Y las umbelíferas sombras de miel me abrazan y me penetran.
Sus sombras ardientes y jadeantes en torno de las flores:
Pentecostés de mis padres.
¡Rocas, como esos frutos
Madurad, rocas bajo la luna,
En las salivas del año!
Ah los paisajes de mi grandeza.
Y más blancas que todas las nieves,
Que el iris del moribundo,
En los hontanares del limpio cielo, mis sienes palpitan.
Sudor de las lacas, plenitud de los poros.
Estoy prendido a los muros del antro como las lágrimas de las madréporas.
Semejante al gallo en su demencia planetaria.
Estoy poseído por la sibilina diestra de yeso.
¡Oh palabra en el olvido,
Astro del desierto, alumbra mi desnudez!
Deja al agua celeste de sus ramas extenderse y fulgurar
Sobre el paisaje de un solitario.
El verde grito del sapo se torna líquido en mi alma.
Y como el topo
Que mina las bóvedas de la tierra,
La frase, urgente misiva, desgarra su envoltura.
Ambulo ciego y busco los treinta y tres clavos sobre el piso;
El alfabeto del bosque me restituye las palabras sonoras ya pronunciadas.
¡Os ruego!
Miembros de la aventura, modelad el limo de nuestro semblante.
Los párpados se ahuyentan, el cielo se construye.
Súbita virgen, ¿eres tú como el océano
Que resplandece de pronto en este abismo de ceguera?
En tanto que se eternizan, en la encarnada espera de mi sangre,
El clamor, el estrépito y la velada voraz de las chinches,
¡Levantaos, espaldas, en la plata de nuestra fuerza,
Y arrancadme de este horno!
¡Desgarradme, uñas, esta corteza y estas membranas tan
pesadas de sueño!
Las aristas del sílex, la cal y el follaje de las rocas
Se enarbolan en mis ojos.
Bajo el peso y el sonido de tu presencia,
Los muros de mi guarida se yerguen en las raíces de la tormenta,
¡Fértil estrato de la noche!
Y mi sombra se regodea en la soledad de tus muros.
Se ciñen las llamas de las cortinas a las cañas de mis arterias;
¡No es el nimbo sino la huella del duro casco!
Aprestaos a descender, tan lúcidos como el aire del cielo,
a mecerme, pájaros;
A fin de que mi corazón en gozo recuerde la frescura de las aguas.
Pero, oh Lázaro, ¿quién mojará mis labios en estos parajes?
¿Quién de este mundo podrá morder la maleza de mi exilio?
El infortunio toma en mí las formas del continente;
¡Y el alma siniestra de fango
Macula el templo y las sedas eucarísticas de su asilo!
La voz
Lloro con una fluidez más triste y conmovedora que el ala de
los muertos, tangente del acero, el solitario y lamentable
acero de las campanas.
“Oh Necesario, regresa a nosotros, insondable:
Todas mis fibras plañen, todas las fibras de mi reino plañen y
se lamentan, inconsolables por tu ausencia.
Esposa, inconteniblemente con la vehemencia de la onda
rápida, desplázate en el sol.
De espaldas, de frente o más bien ligera, oblicuamente,
vuelve, vuelve tú a nosotros, en las cuatro fulgurantes
estaciones de los elementos.
Que el imponderable soplo de tu alma franquee los áridos
muros de la distancia:
Que él recorra como una cabellera en sosiego, las
inmarcesibles rutas en la arena ardiente de mi espíritu.
Tengo prisa de tu presencia, acude.
Mi palabra te guiará en la aventura del sueño,
La palabra con su sombra vaporosa,
La palabra que se escucha en el equilibrio y en la unción de
la savia azul y dorada que orilla los canales de la hojarasca.
El seno hinchado de amor y de promesa,
Yo, la reina de las brisas en los países arborescentes, la
nativa estrella en las resinas de la mañana (y amor bajo el
signo de tus manos, cubrirá con una verdura de terciopelo
la cal viva de las montañas), ¡yo te espero fielmente en la esperanza!
Para las moscas el pudor y la yema de la desconfianza:
Tus divisas son las nuestras, amiga, los perfumes de
nuestros claros de cielo se exhalan bajo los pliegues de tu manto.
Proveeremos sin tregua a tus necesidades de taciturna y a
tus deseos de movimiento,
(Y pueda el hacha, bajo los cielos de la luna, probar nuestro
ineluctable furor).
Morderemos en la paz de los conventos, esta hoja
sonámbula, la coca, esta hoja para el bienestar de tus encías,
La hierba soporífera, el estragón o la genciana y los granos
crucíferos del anís que extrae su aroma de las más altas
salivas de los glaciares.
En verdad. Bienamada, tú vendrás a nosotros en la frescura
de las venas de la infancia, a la hora extrema de la vigilia,
como esta piedra, ¡mi pitanza!, que se enciende súbita en el sueño.”
* * *
Me encaminaba entonces, sombra de polvo, hacia los
vegetales nacimientos de mi sueño,
Cuando esta voz, atrayendo hacia sí todas las vibraciones de la noche,
Como un torbellino de rosas en la extrema calma de mis sentidos,
Esta voz plena del alma me sobrevino,
Esta voz lustral de menta en las quemantes soledades de la memoria.
El agrio licor de mis miradas se ufana de un cielo más dilatado.
Parto,
Adiós, sentencias todopoderosas del hogar.
Mis riquezas andan por las urbes, se disipan y se modelan
ahora bajo la elocuencia de los mercados.
Silenciosamente, como una clepsidra del espacio, se
derrumba el muro bajo las cerraduras.
Adiós, inciertas imágenes de mi grandeza.
¡Lágrimas!
Lágrimas, os llamo en la aspiración profunda de mi suspiro.
Y viajero avizor de las eternas estepas del olvido, quemo las
reliquias y los piensos, en el fuego del hogar, las últimas
parcelas de mi presencia.
Ya antes, cómplices de mi fuga, se consumen las pajas y los maderos,
Hacinando la tiniebla de su ceniza con los cavernosos hálitos del río.
Sombras, yo desgarro mi nocturna envoltura.
El águila me embruja descubriéndome en la permanencia de su relámpago.
* * *
Indolente cadena de montañas bajo mi peso: que un insecto
razonador, privilegiado en sus medidas, te haya recorrido
en el delirio y el insomnio, en toda la grandeza de tu edad,
Oh sosegado, ello se debe a tu rigidez inmemorial, a tu
reposo y tu silencio, a tu extraña y lejana solemnidad,
Formas jadeantes de la tierra.
En las más húmedas altitudes del pensamiento, veneradas
formas como el esplendente y melodioso párpado de las
nieves, inefable y melodioso párpado de mi prometida.
Adiós, sombríos parajes de mi dolor.
En adelante, os urgirán mil clamores: la desquiciada marcha
de un forzado, el trueno, sus aullidos de diapasón, sus
complicadas hierbas, el susurro de las gorgueras, el
espíritu, en fin, buscando las mallas de su cristal y los
hielos en la dureza del aire.
* * *
¡Oh fronda en el viaje!
¡Huracán, huracán, vuelvo a encontrarte, oscuro eco de mis
venas abatidas, eco sideral de mis lágrimas en la noche!
El ala, antaño resplandeciente, ¿qué hace en la escarcha del
espacio como una melancólica y lúgubre planta que se
ahíla? ¡Ah, que ella retire para siempre en la cadencia de
mis párpados, la mejor substancia de su vuelo!
¿Y el insólito rechinar de mis rótulas, la hipócrita y temible
sequedad y el gusto del árnica en mis tendones?
Si mi prestigio mengua —la llama y el arrebato, el himno
deslumbrante de mis entrañas—
Entonces, si desfallezco, mujer, si me derrumbo, deja sobre
mi rostro derramarse este filtro, este ungüento,
hurtándome a las sórdidas apariencias de este mundo,
sobre mi rostro, la celeste y argentina soledad de tus pupilas.
Que el viento iracundo sepa, bajo la piel de tu fuerza, que
sepa liberarme de toda angustia;
Que yo permanezca novicio en la actitud de la palabra, como
la hoja vagabunda bajo el oro del solsticio;
Que yo sea para siempre la insaciada pulpa bajo la corteza de tu abrazo.
Y podré ausentarme, demente, como las arenas del desierto,
errantes sobre las planicies del horizonte, como las
bestias nómadas que atraviesan los témpanos del Ártico y
las brumosas y titánicas regiones de rocas fantasmales.
¡Tu empresa es más tenaz que el cemento de nuestras urbes
y los músculos de la vida!
* * *
¡Pero qué astro de nuevo me guía y qué fúnebre centelleo
me extravía en los dédalos y en esta perniciosa provincia
donde los tiernos reflejos de los tallos bañan la siniestra
somnolencia de las serpientes!
Inaccesible fardo de mis miembros.
Fláccido y sordo, avanzo como la piedra que dibuja las
superficies del éter, como la tenebrosa piedra de
cataclismo que me interpela en el centro de mi silencio.
* * *
Oh florestas unánimes en el gozo.
No tenéis remedio para salvaros, oh florestas, del
tormentoso viento que sopla y desarraiga las murallas del
horizonte, del vertiginoso descenso, secular y vertiginoso
descenso del firmamento.
Os sustentan mil planchas, os sostienen mil vigas interiores
en la eminencia de vuestro impulso.
¡Oh inaccesible!
Te restituyo mi miseria, oh mujer. Yo me estiro y arrastro y es
el torbellino de la desesperanza que me responde solitario
mientras habito las cavernas de su aceite y las nocturnas
ventosas de sus pulmones.
Príncipe del sonido y de los colores, ¡qué sarcasmo! yo, el
esposo nupcial, el único y el omnisciente, ¿iré en el polvo y
los hipos de mi agonía —mi recompensa— iré yo hacia la
más triste de todas las sombras de la noche?