Abigael Bohórquez

Podrido fuego

 

 

 

 

Podrido fuego

 

Entre escombros y cáscaras oscuras

y en olvidados aposentos,

se deslágriman ya

mis desgraciados amorosos amigos:

Chucho  Arellano,

Paula de Allende,

Margarita Paz Paredes,

Raúl Garduño,

Efraín Huerta,

Miguel Guardia,

muertos

inolvidablemente,

yertas sus bocas que pronunciaron tantas bocas queridas,

vacías sus miradas que la muerte inexorablemente ahora

deshila y descompone,

varados sus calcáneos,

desgranándose su jornada caduca,

rendidos sus astrágalos

–cómplices todavía de la tierra que caminaron harto–,

pasturanza nocturna hoy sus caderas de amor

para los húmedos enjambres,

islas de carne ciega para las bocas pavorosas

sus continentes congelados,

abrojo cruel de tanto amor vivido sus húmeros talados,

yermo de abdicación su sangre,

ay, todavía ayer enamorada miel y ahora

carcoma del estío;

así por cada muerto:

cuando el jornal de luz fue macerado

y un rastrojo de duelos alzó al viento

sus silvestres pavesas consumadas,

cuando el mosto cayó a sus laboreos

y el fermento empezó sus herbeceres,

cuando el arpa ocupó sus varaderos

y el calado helminto sus desamparos,

cuando el sosiego fue depositario

de sus cargas de amor y de andaduras,

cuando el ojo y el ojo intermediarios

de la perfecta lágrima secaron sus tibias mataduras,

y marcharon uno tras otro a su redil de olvidos,

cuando a solas quedaron al relente,

sus años a la sombra,

presos en libertad aprisionada,

y ya nos fue imposible despertarlos:

ay, Jesús,

Margarita,

Paula,

Raúl,

Efraín,

Miguel,

sólo alcancé a decir,

amores tan amor de amor vacíos.

 

Ay, amigos segados,

sus tiernas calaveras solares no responden,

sus pubis silenciosos tiemblan ahora

bajo el diente sombrío de las hormigas,

y en sus pechos raídos,

de los que un día brotara la Poesía,

corazón adentro

se oxidan las luciérnagas.

 

Ay, poetas, que todavía ayer

por el hueco insaciable del paladar

pasaron roncos vasos de alcohol y húmedos besos,

ay, compañeros, que todavía ayer

reían, amaban, fornicaban ufanísimamente,

y ahora… devastadas impapachables mariposas

de hueso,

ay, sombrosos,

contaminados de desastre en la oquedad terrestre,

ay, tiernos descarnales,

nada es ya aquí verdad sólo ese deterioro,

podrido fuego

donde se van cumpliendo

a imagen y despecho de la ausencia

sus deshojados fémures,

en donde van pagando tributo sus cuencas desempleadas,

sus ilíacos hábiles,

recién apetecidos por la muerte

y sus nombres heridos de memorias

sobre el humus atónito.

 

Ay, Jesús hombrelengua, almacigado,

ya sin la llama que te dio existencia,

limpia la madrugada te enrracimas,

te embriagas largamente, te enMarcelas,

y lloras y te conmueves como niño

que al fin vuelve a su madre,

muy triste sí pero también qué alegre

la tu muerte feliz de abrirte en rama.

 

Y Paula aérea en el ritual cumplido,

la mano alada hasta alondrar el fuego,

persevera en la noche

su distante muchacha otra vez niña,

otra vez y otra vez ron y ceniza,

escalando, aturdida,

los crematorios sin retorno.

 

Y Margarita,

que padeció matraces, asepsias,

versos, bromuros, transfiguraciones,

cautiverios lumbrales, paraísos,

presagios, desbondades, profecías,

despojos, rebeliones, certidumbres,

desencantos, iluminaciones,

droga, hospitales, desentendimientos,

que creó a su semejanza la alegría

para el exhausto corazón del hombre,

que jugó a terminar

y que la rosa

ya no está donde estuvo

alucinada.

 

Y Efraín y Miguel,

excesosos de sinquehacer,

noctérrimos,

fosforeciendo sus andrajos dionisíacos,

dejándose crecer la postrera barba

cocodrilástima,

trasnochadores de la última noche que no pasé contigo,

cuando entendieron

y yo no quiero entender

su doble soledad sin compañía,

niño miguel

uno sesenta y dos sobre el nivel del mal:

el día no se hizo para él;

niño efraín:

desalbado mastín:

Cuás.

 

Y una vez más entro despacio y entro

y despacio y despacio y negramente

vuelvo a nombrar:

Jesús,

Paula,

Margarita,

Raúl,

Efraín,

Miguel que hasta ayer se nombraban

y que ahora,

dulcemente amarillos,

son llamados:

neblina,

polvo,

carne exterminada,

aire oxidado,

transparencia,

pedo,

ruina,

cielo caído,

irrecuerdo

y herrumbre

y cautiverio,

pero que yo, con los ojos del verso,

del sollozo,

del corazón lluviosamente triste,

los contemplo nacerse a diario,

resucitar la muerte desde el verbo

que un día les enviara la Poesía;

y ahora ay, muerte son

y la Poesía,

por eso vivirán,

mientras quizá

ahora mismo

el trompetario suena,

está sonando por alguien

de nosotros.

Abigael Bohórquez (México, 1936 – 1995). Poeta sonorense. Estudió teatro y composición dramática en la Escuela de Arte Teatral del INBA. Entre sus libro ... LEER MÁS DEL AUTOR