Juana M. Ramos

A esta hora…

 

 

 

Río

 

Con risa estridente:

Río

sumerjo la memoria

en sus aguas

para volver, otra.

Río,

padre del árbol perseguido.

Lloro bajo su sombra

tallo en su corteza

la flecha envenenada.

Río que suena

arrastra lapidada la entereza

naufraga en su cauce la aflicción.

Desborda la vida,

colinda la muerte,

certero paso a las sombras.

¡Ah de este río!

Por más que la busca

no encuentra la mar.

 

 

 

Cuarenta y tres años
(10 de octubre de 2013)

 

Una mujer de cuarenta y tres años

asume, no sin alterarse,

la temprana decrepitud de su cuerpo

las visitas constantes al médico

la laguna de dudas en su expediente

la sangre en los tubos de ensayo

la incipiente artritis en su rodilla izquierda

las resonancias magnéticas

que devuelven un hígado en aumento.

La rigidez en la espalda

se la debe a  las iras, las renuncias,

a las insatisfacciones, a las misas

y al eterno sermón

del pecado y el castigo.

En ocasiones se descubre

al borde de una crisis,

al ras de la locura.

Le provoca una sonrisa

el olor a tierra mojada,

más de una vez al año

la paralizan los miedos.

Sospecha de la gente que

se presta para todo, de los que pretenden

quedar bien con dios y con el diablo,

de las carcajadas forzadas e histéricas;

no lleva reloj, no tiene más prisas,

detesta lo doméstico,

la compra en el supermercado,

no sabe cuadrar chequeras,

amontona correspondencia

sin abrir en todas las gavetas,

ha desarrollado todo tipo de alergias,

les teme a las muestras excesivas de afecto.

Una mujer de cuarenta y tres años,

orilla, barranco, caída;

harta de los mismos malestares,

de escuchar la misma queja

con sus respectivos gestos,

reitero, de la temprana decrepitud  de su cuerpo,

de la frondosidad de otros cuerpos,

de sus señas personales, de la insistencia

del crepúsculo y el alba,

de los días frescos y azules.

Una mujer de cuarenta y tres años

vive con la puerta enteramente abierta,

porque una palabra no le basta,

porque aún se sabe digna

de que entren en su casa.

 

 

  

A esta hora…

 

…una mujer

se aferra a la memoria,

se mece lentamente en

los versos que ha tejido

¿tal vez de madrugada?

Una mujer se dibuja en mis manos

me recuerda que aún hay sitio para el asombro.

Y tiembla la letra empeñada en contenerla,

y tiemblo y contengo mi empeño en deletrearla.

Una mujer atraviesa

las ciudades en mi pecho

susurra árbol, raíz, flor,

dice mis ojos deslumbrados

escribe el canto de un pájaro

temido y temeroso.

Una mujer pone el dedo en mi tormenta,

se repite en los espejos aún velados,

camina descalza sobre mis cuchillos,

sobre la herrumbre que dejaron otros labios,

sobre la hierba sedienta para siempre,

sobre el filo que ofrece esta ordalía.

Una mujer océano

una mujer camino

una mujer colmena

ha vuelto mis días

agridulces madrugadas.

 

 

 

Perdón…

(A mi madre)

 

…por el cardumen de ojos en mi espalda

que te observa en cada despedida.

Por los retazos hilvanados de presencia

que mitigan ansiedades en tus manos.

Por mi vida colgando en tus paredes

que me vuelve tu distancia más querida.

Por la jauría de ausencia entre nosotras

que nos devora desde entonces: muy temprano.

 

 

 

El misterio de su muerte

 

Murió aquel día

de cuerpo entero

le diste muerte con dos sílabas,

murió en tu cama y en el sofá.

Murió de espaldas a tu dolor,

al insomnio de tus labios,

a la palabra tibia

insoslayable salvadora,

a tus miedos de espíritu gregario.

Murió a sabiendas de que viviría

en los objetos, en los estantes,

en el espacio que se rehúsa

a ser huérfano de padre,

en las paredes de blanco hueso

donde obstinado se resiste,

en la luz tenue que chorrean tus lámparas,

en la mesa paridora de silencios,

en su económico abecedario

donde te buscas y te posee.

Juana M. Ramos Nació en Santa Ana, El Salvador, y reside en la ciudad de Nueva York donde es profesora de español y literatura en York College, CUNY. Ha ... LEER MÁS DEL AUTOR