Luis Enrique Belmonte

Kilómetro cero

 

 

 

 

 

KILÓMETRO CERO

 

El kilómetro cero no está en ninguna parte; como El Loco, se regodea

en movimientos concéntricos, dejándonos la ilusión óptica

de un punto inmóvil.

 

Hay gente que dice haber hollado

el kilómetro cero, y existen mojones

que así parecen demostrarlo; gente que posa

alzando la cornamenta

de un alce abatido, o clavando una bandera

sobre la cima más alta

de un parque de atracciones.

 

Otros piensan que a lo mejor

el kilómetro cero es la zona

donde la vida regurgita

para comenzar de nuevo.

 

Pocos han conocido por cuenta propia

el kilómetro cero; si acaso el recién nacido a otro mundo,

al final del túnel cósmico; el que da un paso en falso, al filo

de la cornisa; el que cierra los ojos y se retira

discretamente de este mundo

mientras dura la danza extática.

 

El kilómetro cero es un delta, un jardín de senderos

que se bifurcan. Nadie ha llegado nunca

hasta su desembocadura, ni ha regresado

para contarlo, una vez alcanzado

el estuario

donde las aguas recorridas

se mezclan

con el mar abierto.

 

 

 

 

MISERABLE MILAGRO

 

Me sentía confundido, quebrantado, pero no me apartaba”.
Henry Michaux

 

Íbamos por la senda asignada; entonces el rezagado se detuvo

para anudar las trenzas de sus zapatos, y de reojo lo vio,

íngrimo y suelto,

aunque en ese instante no pudo procesar

que aquello que se posaba ‒a la altura de la suela roída‒,

era nada más y nada menos que apenas

un miserable milagro.

 

El rezagado se frotó los ojos, intentando

examinar con toda la paciencia posible

aquel milagro tan miserable, y sin saber a ciencia cierta

si en ese justo momento estaba

realmente presenciándolo.

 

Y nomás por seguir avanzando, con las minúsculas fuerzas

que sin querer lo empujaban hasta el suceso, el rezagado

tuvo que transar, en los umbrales de su consciencia,

con alguna nasa mental que pudiese sostener

el inconsistente peso

de aquel miserable milagro.

 

Y cuando al fin se abrieron

los portones invisibles de la quinta potencia, el aspirante

pudo apreciar, en todo su esplendor,

que efectivamente se trataba

de un miserable milagro, trabado

entre una cota de malla, una lata oxidada

y una página suelta ‒chamuscada en los márgenes‒

con los mejores cuarenta consejos

para alcanzar el amor planetario.

 

El miserable milagro movía sus patas traseras, como

intentando salirse de la cuneta, sin perder la compostura

que todo milagro debería tener; sin perder

de lo súbito, su aliento, ni el oportuno gesto

que permita deshacer las amarras

que sincronizan las secuencias formales.

 

Y en un instante translúcido ‒repentina ráfaga

verde fosforescente‒, el rezagado llegó a pensar

que aquel suceso más bien se parecía

a un escarabajo egipcio, tan propicio a la crecida de las aguas

como al consultante que espera, sentado sobre una piedra,

frente a la cripta de la Pitonisa.

 

Miserable milagro.

 

Cuajo de vómito fosilizado

sobre un terraplén reseco; copa de cristal

que estalla en mil pedazos; remanente

de un sueño que, nomás al abrir los ojos,

se nos va por el escurridero.

 

 

 

 

EL OTRO COSTADO

 

Es el que más duele

sin saberlo.

 

El que más tiempo tarda

en recuperarse de los lanzazos.

 

El que no verás nunca

frente al espejo.

 

No es lo que imaginaste

cuando de reojo se te escabullía

el reflejo de sus manchas autónomas

a la deriva

en una vastedad sin retorno.

 

Como un sarpullido intergaláctico

que brota desde una orilla

que no podemos apreciar

a simple vista

colocamos las manos

sobre estas invisibles nebulosas

tan solo intentando

aliviar el tránsito.

 

El otro costado no sana

ni se conserva

más bien se expande

con sus manchas ambulantes

por matorrales y desaguaderos

asomando sus figuras arcaicas

entre sombras movedizas.

 

El otro costado es la huella fósil

que dejaremos bajo las mantas.

 

Costado de nadie.

 

Costado sin nadie.

 

 

 

 

SIMPATÍA POR LAS URRACAS

 

Aparcadas sobre campos rotulados, en las plazas semiabandonadas

o en la periferia de las autovías, las urracas me reciben,

graznando.

 

No han cambiado mucho desde los tiempos

en que Francisco de Goya las pintaba

a orillas del Manzanares, solo que ahora

ya no son tan carroñeras, pues han obtenido salvoconductos

que les permiten acceder al gran parque temático

de los desechos humanos.

 

Sentado en el banco de una plaza mustia

y desalmada, reconoces a las urracas; observas

sus movimientos coordinados

con el fin de obtener una rápida recompensa, hasta que se enteran

que solo estás quemando un cigarro y no tienes migas,

ni chapas en los bolsillos.

 

Para seres tan omnívoros

el estío nunca será un desafío.

 

Como se la pasan el día registrando, a ras del suelo,

las urracas se han vuelto

compañeras de viaje ‒siempre atentas a las lombrices,

los insectos, los polluelos, las semillas, las burusas y otros restos que deja

la vida que pasa de prisa

por las periferias.

Resulta difícil saber

dónde esconden su botín. A las urracas les fascina

todo aquello que brille a simple vista: vidrios, anillos, zarcillos, dijes,

pedazos de lata, centavos, chapas, metras; trozos rutilantes

que van acarreando con sus picos, mientras dan brinquitos decisivos

hasta sus guaridas secretas.

 

Las urracas.

 

Dicen que en los tiempos

en que Francisco de Goya las pintaba, merodeando

cerca de los manteles de las meriendas, a orillas

del Manzanares, había quienes las entrenaban

para imitar la voz humana: las urracas son capaces

de diferenciar a una persona de otra.

 

A otros viajeros les han recibido lestrigones,

cíclopes, ewapenomas, duendes, encantos, gnomos,

trasgos, flechas envenenadas.

 

A mí me han recibido las urracas, y su cháchara incesante

me resulta familiar, pues me recuerda

a las urracas parlanchinas de mi aldea natal, y la guerra fría

contra el monopolio del maíz.

 

Habría que decir también

que a las urracas les interesa hurgar

entre los estragos de la guerra: jirones de tela, esquirlas,

medallas, hebillas, cartuchos vacíos.

 

Cuando un animal muere, por ejemplo, un ciervo en el monte

o un gato en la autovía, las primeras en llegar a reconocer el cadáver

son las urracas ‒como si fuesen peritos forenses‒; y tras corroborar

el beneficioso deceso, emiten, al unísono, estridentes graznidos

para que se vayan acercando

primero los cuervos, cuyos picos traspasarán

la piel del animal, hasta que vengan los alimoches

o los venerables buitres

y se encarguen de lo más importante de la faena, poco antes

de que veamos merodeando a perros, zamuros

y moscas, dejando, al final del banquete, algunos pellejos,

cartílagos y huesos rotos

para el consuelo de las urracas.

 

Las urracas carecen de la astucia del zorro, del gato montés

o de los azores; su cola es azul

o verde metálico, dependiendo de cómo incida la luz solar

sobre el descampado.

 

A las urracas no les importan

las plazas mayores, ni los símbolos patrios; nunca defecan

sobre estatuas ecuestres.

 

Precavidas, pendencieras, copiosas, las urracas

ocupan un lugar importante

en el ranking del desprecio colectivo

a lo más lumpen de la fauna urbana.

 

Las urracas reconocen mi paso, me dan

la bienvenida.

 

 

 

 

POR UNA ANTIGUA VÍA PECUARIA

 

Embozadas entre las casas derruidas, en los confines

y descampados que se preparan

para las nuevas edificaciones, aún persisten

las vías pecuarias.

 

Por estos caminos

antes pasaba la vida: bestias, mercancías, hombres;

hombres, mercancías, bestias.

 

Procuro seguir los rastros

de la vía originaria: remembranza de antiguas bostas

de las bestias que cargaron a los héroes

tantas veces mentados

en la plaza pública.

 

Pero a veces resulta difícil

retomar la vía pecuaria, pues inevitablemente

se nos atraviesan habitáculos en ciernes, depósitos de madera, galpones

con productos agrícolas, fósiles de carrocerías

de la década pasada.

 

Y mientras más se acerca uno

a los linderos del pueblo, la vía pecuaria

se va tornando dispersa y bifurcante, desdibujándose, a ratos,

justo en el momento en el que estamos

atravesando esos confines; hasta que retorna

y reaparece de nuevo ante nosotros, esta vez amplia y diáfana,

y comenzamos a sentir el olor

de las bostas del ganado nuevo,

y reverberan

los pastos,

las bestias,

las herramientas humanas

sobre la empalizada.

 

Luis Enrique Belmonte (Caracas, Venezuela, 1971). Poeta. Ha publicado: Cuando me da por caracol (1997); Cuerpo bajo lámpara (1998); Inútil ... LEER MÁS DEL AUTOR