Kilómetro cero
KILÓMETRO CERO
El kilómetro cero no está en ninguna parte; como El Loco, se regodea
en movimientos concéntricos, dejándonos la ilusión óptica
de un punto inmóvil.
Hay gente que dice haber hollado
el kilómetro cero, y existen mojones
que así parecen demostrarlo; gente que posa
alzando la cornamenta
de un alce abatido, o clavando una bandera
sobre la cima más alta
de un parque de atracciones.
Otros piensan que a lo mejor
el kilómetro cero es la zona
donde la vida regurgita
para comenzar de nuevo.
Pocos han conocido por cuenta propia
el kilómetro cero; si acaso el recién nacido a otro mundo,
al final del túnel cósmico; el que da un paso en falso, al filo
de la cornisa; el que cierra los ojos y se retira
discretamente de este mundo
mientras dura la danza extática.
El kilómetro cero es un delta, un jardín de senderos
que se bifurcan. Nadie ha llegado nunca
hasta su desembocadura, ni ha regresado
para contarlo, una vez alcanzado
el estuario
donde las aguas recorridas
se mezclan
con el mar abierto.
MISERABLE MILAGRO
“Me sentía confundido, quebrantado, pero no me apartaba”.
Henry Michaux
Íbamos por la senda asignada; entonces el rezagado se detuvo
para anudar las trenzas de sus zapatos, y de reojo lo vio,
íngrimo y suelto,
aunque en ese instante no pudo procesar
que aquello que se posaba ‒a la altura de la suela roída‒,
era nada más y nada menos que apenas
un miserable milagro.
El rezagado se frotó los ojos, intentando
examinar con toda la paciencia posible
aquel milagro tan miserable, y sin saber a ciencia cierta
si en ese justo momento estaba
realmente presenciándolo.
Y nomás por seguir avanzando, con las minúsculas fuerzas
que sin querer lo empujaban hasta el suceso, el rezagado
tuvo que transar, en los umbrales de su consciencia,
con alguna nasa mental que pudiese sostener
el inconsistente peso
de aquel miserable milagro.
Y cuando al fin se abrieron
los portones invisibles de la quinta potencia, el aspirante
pudo apreciar, en todo su esplendor,
que efectivamente se trataba
de un miserable milagro, trabado
entre una cota de malla, una lata oxidada
y una página suelta ‒chamuscada en los márgenes‒
con los mejores cuarenta consejos
para alcanzar el amor planetario.
El miserable milagro movía sus patas traseras, como
intentando salirse de la cuneta, sin perder la compostura
que todo milagro debería tener; sin perder
de lo súbito, su aliento, ni el oportuno gesto
que permita deshacer las amarras
que sincronizan las secuencias formales.
Y en un instante translúcido ‒repentina ráfaga
verde fosforescente‒, el rezagado llegó a pensar
que aquel suceso más bien se parecía
a un escarabajo egipcio, tan propicio a la crecida de las aguas
como al consultante que espera, sentado sobre una piedra,
frente a la cripta de la Pitonisa.
Miserable milagro.
Cuajo de vómito fosilizado
sobre un terraplén reseco; copa de cristal
que estalla en mil pedazos; remanente
de un sueño que, nomás al abrir los ojos,
se nos va por el escurridero.
EL OTRO COSTADO
Es el que más duele
sin saberlo.
El que más tiempo tarda
en recuperarse de los lanzazos.
El que no verás nunca
frente al espejo.
No es lo que imaginaste
cuando de reojo se te escabullía
el reflejo de sus manchas autónomas
a la deriva
en una vastedad sin retorno.
Como un sarpullido intergaláctico
que brota desde una orilla
que no podemos apreciar
a simple vista
colocamos las manos
sobre estas invisibles nebulosas
tan solo intentando
aliviar el tránsito.
El otro costado no sana
ni se conserva
más bien se expande
con sus manchas ambulantes
por matorrales y desaguaderos
asomando sus figuras arcaicas
entre sombras movedizas.
El otro costado es la huella fósil
que dejaremos bajo las mantas.
Costado de nadie.
Costado sin nadie.
SIMPATÍA POR LAS URRACAS
Aparcadas sobre campos rotulados, en las plazas semiabandonadas
o en la periferia de las autovías, las urracas me reciben,
graznando.
No han cambiado mucho desde los tiempos
en que Francisco de Goya las pintaba
a orillas del Manzanares, solo que ahora
ya no son tan carroñeras, pues han obtenido salvoconductos
que les permiten acceder al gran parque temático
de los desechos humanos.
Sentado en el banco de una plaza mustia
y desalmada, reconoces a las urracas; observas
sus movimientos coordinados
con el fin de obtener una rápida recompensa, hasta que se enteran
que solo estás quemando un cigarro y no tienes migas,
ni chapas en los bolsillos.
Para seres tan omnívoros
el estío nunca será un desafío.
Como se la pasan el día registrando, a ras del suelo,
las urracas se han vuelto
compañeras de viaje ‒siempre atentas a las lombrices,
los insectos, los polluelos, las semillas, las burusas y otros restos que deja
la vida que pasa de prisa
por las periferias.
Resulta difícil saber
dónde esconden su botín. A las urracas les fascina
todo aquello que brille a simple vista: vidrios, anillos, zarcillos, dijes,
pedazos de lata, centavos, chapas, metras; trozos rutilantes
que van acarreando con sus picos, mientras dan brinquitos decisivos
hasta sus guaridas secretas.
Las urracas.
Dicen que en los tiempos
en que Francisco de Goya las pintaba, merodeando
cerca de los manteles de las meriendas, a orillas
del Manzanares, había quienes las entrenaban
para imitar la voz humana: las urracas son capaces
de diferenciar a una persona de otra.
A otros viajeros les han recibido lestrigones,
cíclopes, ewapenomas, duendes, encantos, gnomos,
trasgos, flechas envenenadas.
A mí me han recibido las urracas, y su cháchara incesante
me resulta familiar, pues me recuerda
a las urracas parlanchinas de mi aldea natal, y la guerra fría
contra el monopolio del maíz.
Habría que decir también
que a las urracas les interesa hurgar
entre los estragos de la guerra: jirones de tela, esquirlas,
medallas, hebillas, cartuchos vacíos.
Cuando un animal muere, por ejemplo, un ciervo en el monte
o un gato en la autovía, las primeras en llegar a reconocer el cadáver
son las urracas ‒como si fuesen peritos forenses‒; y tras corroborar
el beneficioso deceso, emiten, al unísono, estridentes graznidos
para que se vayan acercando
primero los cuervos, cuyos picos traspasarán
la piel del animal, hasta que vengan los alimoches
o los venerables buitres
y se encarguen de lo más importante de la faena, poco antes
de que veamos merodeando a perros, zamuros
y moscas, dejando, al final del banquete, algunos pellejos,
cartílagos y huesos rotos
para el consuelo de las urracas.
Las urracas carecen de la astucia del zorro, del gato montés
o de los azores; su cola es azul
o verde metálico, dependiendo de cómo incida la luz solar
sobre el descampado.
A las urracas no les importan
las plazas mayores, ni los símbolos patrios; nunca defecan
sobre estatuas ecuestres.
Precavidas, pendencieras, copiosas, las urracas
ocupan un lugar importante
en el ranking del desprecio colectivo
a lo más lumpen de la fauna urbana.
Las urracas reconocen mi paso, me dan
la bienvenida.
POR UNA ANTIGUA VÍA PECUARIA
Embozadas entre las casas derruidas, en los confines
y descampados que se preparan
para las nuevas edificaciones, aún persisten
las vías pecuarias.
Por estos caminos
antes pasaba la vida: bestias, mercancías, hombres;
hombres, mercancías, bestias.
Procuro seguir los rastros
de la vía originaria: remembranza de antiguas bostas
de las bestias que cargaron a los héroes
tantas veces mentados
en la plaza pública.
Pero a veces resulta difícil
retomar la vía pecuaria, pues inevitablemente
se nos atraviesan habitáculos en ciernes, depósitos de madera, galpones
con productos agrícolas, fósiles de carrocerías
de la década pasada.
Y mientras más se acerca uno
a los linderos del pueblo, la vía pecuaria
se va tornando dispersa y bifurcante, desdibujándose, a ratos,
justo en el momento en el que estamos
atravesando esos confines; hasta que retorna
y reaparece de nuevo ante nosotros, esta vez amplia y diáfana,
y comenzamos a sentir el olor
de las bostas del ganado nuevo,
y reverberan
los pastos,
las bestias,
las herramientas humanas
sobre la empalizada.