Verbo inútil
NADIE
En una parada de tren
—una noche sin trenes,
a la espera de nadie—.
Un hijo sin padres
aún se pregunta qué hizo
mal esa tarde del 2007.
Sigue creyéndose culpable
el más inocente de los seres,
como si hubiese parido
ese tren que lo dejó huérfano.
La posición fetal y el llanto son
los sellos que lo marcan entre los transeúntes.
“El Nadie”, lo llaman. Ya es figura del panorama.
Sin cédula, sin apellidos, sin apoyo, ni siquiera
patria o sílabas con las cuales ser llamado.
“El Nadie” ha sido el único nombre de su vida.
Nada entre las fatalidades le ha privado
de una zancada de atleta olímpico.
En una parada de tren, una noche sin trenes,
a las 8:44 p.m. Nadie corre.
El humo de un cigarrillo fantasmal fue su
línea de partida.
Cien, doscientos… quinientos metros.
Los prejuiciosos le creyeron caribeño
u africano cuando lo vieron correr.
Nadie es imparable, ni siquiera Nadie.
El destino tomó forma de tren para él.
El tren de un paro cardíaco.
Nadie murió a las 9:04 p.m.
Sin quién lo vele, le llore, le reconozca
o entierre su cuerpo.
Nadie es ahora un fantasma que corre
sobre las alas de los desafortunados.
SOBRE UNA PRÓXIMA CAMINATA EN EL MAR
Una de las escenas más corrientes en las playas
es la del niño que corre hacia la sombra porque
la arena le derrite los pies —el sueño, en ciertos casos—.
Ese calor no es un poema, una metáfora;
ni siquiera da para describirlo en un verso:
en los pies albergamos la imagen que buscan algunos.
Dejar de correr sobre el fuego nos dice
que ya sabemos vivir en llamas.
Dicen las últimas noticias que la espuma
albergada por la resaca no es más que el grito
de quienes se fundieron junto con la muerte
sin un amparo, sin el abrazo que les atara a la vida
—sí, a veces vivir es encontrarse atado—.
Caminar hasta hallar el punto de ahogamiento
dejó de ser considerado una maniobra suicida.
Ahogarse nos fuerza a buscar el aire,
es un recordatorio de que hay, en algún lugar
un motivo para buscar el mar cada ciertas mañanas.
El poema está en los pies, en el cuerpo que se ahoga,
en la espuma que son nuestros muertos, nuestras muertes.
El poema no lo escriben los pies, el ahogamiento
ni la conciencia de que al final seremos menos que la espuma.
En las huellas dactilares dejamos nuestras palabras
de la forma en que solo nosotros sabremos hacerlo.
Caminar al mar, hacer que arda.
Dejar un poema en la arena
quemando los pies del niño
que tuvo el privilegio de conocer
qué se siente quemarse los pies,
ahogarse, rozar su verso con otros millones
que cantarán junto al grito de nuestras muertes.
No sabemos cuándo nos ahogaremos una última vez.
El mar tampoco es un reloj con la hora
en que nos sumará a la espuma de los desolados.
Antes de morir es una buena idea hundirse en el oleaje;
ahogarnos, regresar y respirar.
Se recomienda leer el poema que dejaron
nuestras huellas, las palabras de quienes olvidamos
y la asfixia como un acto de batalla.
No hay vida más sabrosa en el mar;
solo poetas que no saben lo que han escrito
ni lo que han andado.
En el mar la vida aprende a escribirse sola.
REGENERACIÓN
Donde no haya tierra,
haré polvo lo que me quede.
En gran altura y aire escaso,
mi alma será pulmón;
aire mis pies.
De vivir no quiero salvarme;
si la vida se vuelve puñalada,
con el llanto me arranco el puñal
y el abrazo fiel me suturará la herida.
Lapidaré el silencio con mi canto
y lo invocaré cuando me pese el camino.
Aprendo a hacer agua con mi sonrisa,
raíces con mis manos, semilla el corazón.
Soy el árbol que cae mil veces en la noche
y se levanta con el rocío, deshojado y fuerte.
No le temo a no volver de una caída,
seré decenas de ramas, flores y cigarras.
Seré pez si me llama el mar,
nube donde me diga el cielo;
alas donde encuentre un colibrí herido,
lava cuando el volcán quiera hablar.
Quiero ser abrazo donde duele estar roto.
Antes necesito mi propio beso,
romper la asfixia de mis palabras,
el silencio en mi garganta,
la duda tras el acto.
Donde no haya tierra,
haré polvo lo que me quede.
Lapidaré el silencio con mi canto.
AMOR COMO RELOJ DE ARENA ROTO
Debería dejar de pensar en el amor.
Cuando aprenda, estaré bailando
descalzo sobre los segundos
junto a esos desolados, ciegos
y cojos que saben lo que son
e igual bailan.
Dejaré de ajustar las horas
por esa sonrisa que no llega
y esa esperanza sin respuesta.
Cuestionar la herida
no la hace menos dolorosa.
Debería dejar de pensar en el amor.
Amar la soledad es el primero de los amores
y la única de las opciones.
Corre la sangre del reloj roto sobre
la oreja y la lección que nunca llega tarde.
Hay besos que no devolverá el aire
y rendiciones que salvan el desastre.
Debería dejar de pensar en el amor.
De este lado, solo queda la neblina;
las calcetas puestas mientras me
niego el baile; la torre desparramada
por los pulsos blandos de gente
tan fracasada como yo y como todos.
La sombra nos despide antes de apagar
la luz y ella también
debería dejar de pensar en el amor.
La fantasía es esa silla vieja, yerma
donde mueren las espaldas y duele
abrazar el sueño sobre su calor negativo.
El suspiro es ejercicio solitario
cuando aruña los suspensivos
y solo quedan los puntos finales.
Al otro lado, solo hay más neblinas,
más podredumbres y pies rotos.
Gente sin amor que sabe dar y amarse.
Pierdo aquí el tiempo con las piernas tibias
mientras espero que la arena no me parta
el cráneo y caiga con algo de sentido.
Debería dejar de pensar en el amor.
DOMINÓ DE LÁPIDAS
En Pejibaye, la muerte
es un dominó.
Cuando muere alguien,
todos compran ataúd,
alistan el pan, el aguadulce
y los abrazos falsos necesarios.
Hay fosas que parieron selvas;
Nunca entran veinte ladrillos exactos
y tiran cemento para que las almas
permanezcan fugitivas y las mentiras sigan.
Verán niños correteando sobre los nichos,
bajando las gradas y
gritándonos que el llanto es monosílabo
e igual necesita cesuras.
Veinte ladrillos pueden cubrir un
nicho en el cementerio de Pejibaye;
una sola muerte basta para saber
que vendrá pronto el alud de cadáveres.
La gente cierra las ventanas,
abraza a sus enfermos,
cuida los fósforos de encenderse
demasiado pronto, demasiado tarde.
Cuando abren un ataúd, el recuerdo
se viste del viento que ondea las banderas
y los temores.
La muerte aquí tiene el pelo rugoso
y las manos de adolescente.
Camina con cinco mil identidades
y un nombre tibio, cotidiano:
Juana, Mario, Eduardo.
Poco importa su rostro, su andar
o la estúpida idea de temerle.
En Pejibaye, la muerte
es un dominó y huir de ella
es tan inútil como dudar más
de la navaja, de la casa propia
que del grito de los niños.
VERBO INÚTIL
Sobre la niebla roja
se inflan los violines
y el ocho perfecto de las hojas
trae el eco de esos mismos cantos.
La gente desconoce la chispa.
Los calcos que rondan, tuertos;
sin palabras y con las faldas por dentro.
Quienes nunca han jurado
a la bandera ni gritan contra lo dicho.
No conocen la chispa.
Puede que de nada sirva.
Que en cincuenta, cinco o un año
andemos las mismas calles
con los mismos cantos herrumbrados
y hasta les pongan derechos de autor.
Podemos recaer entre los calcos,
que me arranquen la cara
si me ven con el flautín de la indiferencia.
La poesía, efectivamente, no hace nada.
Nada, en serio, nada.
Es absurdo el tiempo, los rasgueos;
aruñarle la cara al gato de la palabra.
Sí, hasta intentarlo es un desperdicio
para quienes estudian el fuego,
los incendios, los martillos;
pero nunca se han quemado
con una chispa.
RE-TORNARE
Los caminos a Patria del pez
siempre abrazan con bramidos de verde
y el uroboros de lo amado que nos desconoce.
Desconozco cual pacto con dios
o gota de sangre de Urano
dio parto a esta palabra cerámica
donde siempre está nublado.
Solo noto, al buscar un significado
a los tallos, que un niño observa
al mismo punto que yo
y pregunta.
Sí, las mismas preguntas que hice
y ahora me parecen estúpidas:
“¿Ya casi llegamos, mami?”.
“¿Cuál es ese árbol?”.
“¿Viste esa montaña tan alta?”.
Tenemos las mismas facciones.
Él tiene las manos más frescas
y yo la conciencia más cargada
y unos cuantos pies que no me llevaron
a sitio alguno más que a mi vientre.
Ahora, también tenemos las mismas preguntas.
Le pregunto por la mujer que no sabe que existo;
por qué algunos motociclistas tienen
la necesidad de hacer tanto ruido;
por qué a la poesía le va tan mal cotizando en bolsa
y desde cuándo se ve el otoño
en pleno centro de América.
Su mirada me dice nada.
Nada, la misma respuesta que tengo.
Sus pequeños dedos de percusionista
me recuerdan que quizás debería bajarme
de aquí bailando, con los pies de frente
y terminar con vuelta carnera.
No sé terminar un poema como no sé
cuál pie bajarme del autobús,
plantarme ante una audiencia
o pedir perdón.
El niño me mira a los ojos
y lo sé ahora.
Me bajaré saltando de la ventana,
sin pedir parada ni auxilio.
Apenas empiezo el viaje
y en una curva ciega podría terminarse.
Total.
Los poetas, los choferes de autobús
y los recién nacidos
andamos tan lejos para volver a nada.