Claudia Posadas

Estela Galáctica

 

A mi pueblo chileno, solidaria,
a Stella Díaz Varín,
a mi Carmen Berenguer.

 

 

Una rabia en lo decisivo de la tierra,

un talismán extraceleste,

una cabra perdida, dijeron.

 

El diablo para muchos, dijo ella:

un pobre diablo

para aquellos mugrientos del alma, aquellos lavapiés de los monstruos que se han cebado

con nuestras glándulas hasta lo indecible,

que se han extasiado con nuestros sexos indefensamente abiertos

con nuestros pechos impuramente expuestos            nuestros jirones desolladamente colgantes,

porque son bestias que ya probaron la carne humana;

asiduos ellos, los podridos, a sus artefactos de dolor, esa potencia

perversa y nuclear desintegrando cada linfa nuestra hasta hacernos mirar a la muerte

y de inmediato ver su piedad alejarse y el volver y volver de la descarga…

 

Un pobre diablo idealista, mientras una mujer, un niño, alguien, un país,

mueran de indefensión, profanados del miedo a esos monstruos que no podemos ver,

los instaladores de la sombra que infestan cada uno de nuestros respiraderos,

que han sellado una por una cualquier escapatoria de la tumba,

los voraces que observan nuestras palabras y actos esperando cualquier delación para saltarnos

encima y desnudarnos, arrancarnos los nervios,

la cabeza.

 

Una muñeca rusa que bailaba en las mesas de los bares de buena muerte en la madrugada de

nuestras horas más sombrías, aunque horas de belleza en que éramos libres y dueños de la vida

y de lo justo y derrocaríamos a los impíos

ah, el pacto, aquella vez (a pocos días de terminar la infancia) … aún arde en mi antebrazo

izquierdo, como aún y fatuamente en los cúbitos de Lafourcade y Lihn,

la espada trepanando el cráneo del traidor al que debíamos matar.

 

Que era un hacha, decían,

sí, aunque más suelta que mi cabellera de fuego desafiante retando a los malacatosos infectos.

 

Y aún y todavía, desde mi exquisitez de espíritu, esa mirada mía observando, oblicua, a los rotos ignorantes;

el rostro altivo, el mío, aun cuando miraba de frente sin entornar los ojos.

 

Sí. Una insolencia alzada como una columna de fuego anómalo que se levanta de la tierra al

cielo;

la ira, la impotencia: la plaza invadida por bestiales; el grito perdido entre las ráfagas y el

humo lacrimógeno, el grito mío desde la ventana de mi desarmada casa (hoja por hoja mi casa…) a

las multitudes desmembradas,

mi insignificante rebelión, miserable esquirla ante el inmenso matadero,

y de pronto las cuencas desangradas de los ojos,

los cientos de ojos estallados por ese monstruo perverso que nunca se muestra,

los globos oculares de quienes han sido capaces de ver su espectro informe sorbiendo nuestro

encéfalo.

 

De pronto el atropello, la sangre coagulada cegándome los ojos de camino al Quiebraespaldas,

mi despertar sin dientes y con las piernas rotas en medio de los Desaparecidos…

 

Una madre que fue la más bonita bailarina de su tierra, allá por el norte,

me decían mis nietos para amainar mi carga de hiel;

una madre que amó a su hijo contra toda violencia inconcebible,

contra aquel día de la infamia;

una madre que amó contra la última, la sin nombre, la más insoportable prueba:

eran guaguas preciosas,

pero una tras otra, hoja por hoja fueron cayendo, su inocencia,

a ese otro quebradero que nos rompe,

aunque no a mí.

 

Una madre que nunca ha podido ver el resplandor y los rasgos de sus amadas criaturas.

 

Soy un diamante de aristas cercenadas por los tajos con que esculpieron mis esmaltados

huesos.

 

Pero no he bajado la guardia, sigo gritando desde mi ventana y entornando mi rostro.

 

Soy una estrella opaca y triste acercándome al Gran Confín,

Última Causa lejos, muy lejos de cualquier esperanza que nunca tuve, por cierto,

aunque de pronto me veo Iluminada por los rostros de luna incandescente de mis pequeños

nacidos allá más lejos todavía,

en las cordilleras terrestres,

besada inesperadamente por sus esplendores de estrella que me hinchan de luz y desintegran

mi hiel,

desvaneciéndose la espada atravesando el maldito cráneo que brilla por última vez

ah, el pacto, el pacto era con la muerte,

pero en el fondo era con la vida,

la vida pasada por espanto

sólo para hallar, en el último vacío,

los rasgos de ternura de mis pequeños Soles:

ven de la luz, hijo,

inúndate y desmiente la tiniebla,

encontraremos juntos la palabra escondida,

la canalla, la tramposa, la maldita

(aquello intolerable, lo indecible),

si acaso importa ya desde mi nueva y verdadera forma de gigante roja de cabellera estelar

recorriendo en su largura de años luz y con ustedes, mis hermosos renacidos,

a mi espalda

o coronándome,

los eones entre Aldebarán y Andrómeda

y no volver jamás

a la tierra de tiempo y de espanto.

 

 

 

La poeta Stella Díaz Varín.

stella diaz varin con flores

Claudia Posadas Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, Fonca-Secretaría de Cultura, 2011 y 2016. De la misma instancia ha sido becaria en el Pr ... LEER MÁS DEL AUTOR