Antonio Gamoneda

Lápidas

 

 

 

 

 

Lápidas

 

 

 

I

 

Tras asistir a la ejecución de las alondras has

descendido aún hasta encontrar tu rostro dividido

entre el agua y la profundidad.

 

Te has inclinado sobre tu propia belleza y con tus dedos

ágiles acaricias la piel de la mentira:

ah tempestad de oro en tus oídos, mástiles en tu alma,

profecías…

 

Mas las hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí

procrean sin descanso

y hay azufre en las tazas donde debiera hervir la

misericordia.

 

Es esbelta la sombra, es hermoso el abismo:

ten cuidado, hijo mío, con ciertas alas que rozan tu

corazón.

 

Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo. Ah

libertad inmóvil, ejecución del día en la materia

nocturna.

 

Es tu madre el clamor, pero tus manos abren los párpados

del abismo.

 

De resistencias invisibles surge un rumor de límites:

ah exactitud de mar, exactitud sin nombre.

 

 

 

II

 

Un silencio de hormigas, un frenesí de esparto. Ah

corazón clamando ante los almacenes. Ya no hay sábados;

bajas a las iglesias, a los departamentos de la muerte y

ves la luz de la infelicidad; yaces y las serpientes

pasan sobre las murias derruidas.

 

Veo la juventud ciega en los atrios, la grasa negra de

las negaciones. Fulge tu lengua entre sarmientos, tu

palabra sobre los mástiles. Mas la pureza no se extiende,

no diluye en las aguas el acero, no deshabita las

comisarías. Ah corazón clamando por una tierra sin

olvido, por un país donde los pájaros se suicidan al

amanecer (como aquel camarada entre la pobreza y el

relámpago), viejo tenaz ante las rastrojeras, viejo que

aún lloras sobre llagas fértiles: dame tu látigo y tus

lágrimas, no me abandones todavía.

Agonizabas sobre los espejos y no arrancaste de tu

rostro el rostro de tu madre. No te pierdas aún,

préstame algo, dame tu incendio, tu piedad estéril, tus

zapatos, tus hernias, tus alondras, el huracán de tu

melancolía y el gran aviso de tu dedo negro, para que

no muera más de mala muerte la criatura del dolor:

España.

 

 

 

III

 

Aquel aire entre el resplandor y la muerte se hace

sustancia que no alcanzan a borrar los días y los

vientos. El contenido de la edad son estos lienzos

transparentes.

 

Signos exactos e incomprensibles. Están en mí con el

valor de una llaga; algunas cifras arden en mis ojos.

 

Eran días atravesados por los símbolos. Tuve un

cordero negro. He olvidado su mirada y su nombre.

 

Al confluir cerca de mi casa, las sebes definían sendas

que, entrecruzándose sin conducir a ninguna parte,

cerraban minúsculos praderíos a los que yo acudía con

mi cordero. Jugaba a extraviarme en el pequeño

laberinto, pero sólo hasta que el silencio hacía brotar

el temor como una gusanera dentro de mi vientre.

 

Sucedía una y otra vez; yo sabía que el miedo iba a

entrar en mí, pero yo iba a las praderas.

 

Finalmente, el cordero fue enviado a la carnicería, y yo

aprendí que quienes me amaban también podían decidir

sobre la administración de la muerte.

 

En la calle que sube hacia la catedral, bajo rúbricas y

veneras modernistas, bajo otras bóvedas invisibles

creadas cada mañana por la voz otoñal de Pedro el Ciego,

acontecían maravillas frágiles y encarnadas en las manos

del vendedor de serpentinas y flautas de cañabrava:

sobrevenían don Nicanor y su sonido a infancia; cerca,

sobre la opacidad del hambre civil, el olor de las

almendras calientes, y, más arriba, el abanico de

peines, las estilográficas de las que fluye el líquido

de los sueños.

 

Pedro descansa en la profundidad del otoño y su rostro

se enciende en ramos de sol. La luz baja a su corazón y

allí permanece desleída en aceites y sombras, en aguas

purificadas por recuerdos.

 

Suavidad de los días, paz del mundo en el corazón de

Pedro: pasan las portadoras de hortalizas, pasan los

sacerdotes en sus túnicas, y Pedro canta ronca y

dulcemente la construcción de las obras públicas, las

profecías traicionadas, la graduación de los muertos.

 

Canta bajo las ménsulas y en los soportales. Son

noticias de invierno.

 

Álamos. El fulgor excede y las distancias son

traspasadas por gritos vecinales. Los rebaños

desprendidos de la mesta cardan ácidas hierbas bajo un

friso de azufre. Oigo las campanas de Villabalter como

mastines electrizados por la inminencia.

 

La osamenta furiosa se abatió sobre los malecones y

los huertos. El otoño se alhajaba fosforescente y aquel

rebaño tuvo miedo bajo las bóvedas de plomo.

 

La ciudad mira el sílice de las montañas como una

gárgola inmóvil ante los círculos de la eternidad y se

rodea de colinas cárdenas en las que el tomillo es

abrasado por el invierno.

 

Siento la espesura fluvial; se manifiesta en sílabas

lentísimas. Aún las palomas se pronuncian clamorosas y

los ancianos descansan en la cercanía de las acacias

coronadas de temblor. Hablan y acrecientan la

serenidad de la tarde. A veces, sonríen con un golpe

de sol en el rostro y se encienden bajo los

encanecidos cabellos. Sus ojos se entrecierran y

apenas es visible un filamento de acero y lágrimas.

La vejez es blanca.

 

Un anciano tiene el hombro abatido y dispar; el otro

ofrece al sol unas manos grandes cuya piel transparenta

largas venas. Hablan con la imprecisión temblorosa de

quien es más débil que sus recuerdos; restablecen una

paz y un espacio: las eras de la ciudad, los labradores

de Renueva, el espesor de los curtientes, la sombra

roja de las herrerías.

 

 

 

IV

 

Aquellos cálices

 

¿Quién habla aún al corazón abrasado cuando la cobardía

ha puesto nombre a todas las cosas?

 

Silba el adverbio del pasado. El cobre silba en huesos

juveniles, pero es el día del invierno. Alguien

prepara grandes sábanas

y restablece la oquedad. Sólo hay sustancia en ti,

sustancia azul de desaparecidos.

 

Aquellos gritos. Y las banderas sobre nosotros.

 

Ah las banderas. Y los balcones incesantes: hierros

entre la luz, hierros más altos que la melancolía,

nuestro alimento.

 

Cae

la máscara de Dios: no había rostro.

 

¿Quién habla aún al corazón amarillo?

 

Soy el que ya comienza a no existir y el que solloza todavía.

 

Es horrible ser dos inútilmente.

 

Edad, edad, tus venenosos líquidos.

 

Edad, edad, tus animales blancos.

 

Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931). Considerado uno de los poetas españoles más relevantes de las últimas décadas. Ha sido relacionado con el "grupo poétic ... LEER MÁS DEL AUTOR