Henry Alexander Gómez

La noche apenas respiraba

 

 

GAS MOSTAZA

 

Un cielo tejido por la lepra

llenó el canal que había en la falda de la montaña

y nos rodeó de punta a punta.

El teniente Rojas disparó varias veces su lanzagranadas

como quien clausura las puertas de un laberinto

donde la hiedra ha perdido el camino.

Las granadas incendiaron la prisión

y la soga del humo nos apretó el cuello

hasta dejarnos desechos los pulmones.

Incluso el aguacero se colaba

debajo de nuestros cascos de guerra

e intentaba encontrar un pequeño orificio

por dónde respirar.

El infierno tiró al suelo el armamento.

El soldado Orozco le pidió a gritos

a la Virgen María

que le atara el cordón de su bota militar.

El sudor de los fusiles, por primera vez,

me expropiaba del aire

y me cosía los huesos uno por uno

a la risa astuta de la guerra.

Nada quedó a salvo,

ni siquiera las uñas aferradas a las paredes de cal.

 

—Han dejado de ser reclutas —nos gritó

el teniente Rojas—, se acaban de graduar como miembros

activos de las Fuerzas Militares de Colombia —replicó.

 

Despertamos con el uniforme lleno de odio,

viejos,

como niños expulsados del paraíso,

con una constelación de sombras rotas detrás de las orejas.

 

Existe en el mundo

un alto riesgo de caer en las cadenas

que nos ofrece la victoria.

 

Las cosas iban perdiendo su color natural.

 

 

 

ANTIMOTINES 

 

I

 

La diana fue a las tres de la mañana.

Una ducha colectiva nos desvistió del sueñ

y la luna

amarillenta

se coló entre las manchas

de nuestros uniformes de guerra.

 

El sargento Maldonado dio la orden

y los soldados marchamos

como moscas

con la bayoneta atada a la punta de los fusiles.

 

Una nube de fuego aulló adentro de las bocas

aprisionadas por las máscaras antigás.

 

El lanzagranadas mordió el aire una vez más

y le dio a la madrugada un hechizo de extrema palidez.

 

Un alud de truenos secos

sacudió el batallón.

Nuestro baile “antimotines”

nombró cada uno de los miedos.

 

Todo fue inútil,

excepto por que nos acostumbramos a desayunar

Agente Irritante CS con huevo duro y jugo de naranja.

 

 

II

 

Un par de años después,

el peso del mundo o la gran transparencia

me colocó al otro lado de las filas.

 

La movilización estudiantil,

los conciertos de guitarras eléctricas

y las consignas en la Plaza de Bolívar

me devolvieron el mortífero gas al cual ya era inmune.

 

Corrí por la carrera Séptima

huyendo de la sal.

Vi a mis compañeros desaparecer para siempre

adentro de las tanquetas antimotines.

 

Al final,

escuché una voz queda

anunciando mi implacable destierro:

 

aprendí que la vida

siempre viene envuelta en papel de aluminio.

 

(De La noche apenas respiraba, 2018)

 

 

 

GALLINAS

A Felipe García Quintero

 

En las mañanas,

largos instantes me revelaron

el juego de su pluma,

el cacareo del mundo desde

una noble idiotez.

 

Su peculiar danza

me habló de un linaje perdido,

la firme intención de ser viento borrado.

 

Entendí, entonces, la difícil tarea

de romper

con las ataduras del aire,

la música cercana de escarbar en la tierra.

 

Es verdad que en las gallinas

el día ha encontrado su eje,

el cordón umbilical

en el que sostiene la luz.

 

Al igual que ellas, escribo la dicha

de ser pájaro caído.

 

 

 

PARÁBOLA DEL PADRE

 

Padre siempre se sumerge en las más

extrañas empresas.

En un diálogo mudo con la vida,

en una incesante errancia

por el orden prohibido de las cosas,

hizo de la derrota

su sello personal,

una enorme roca de aire para empujar cuesta arriba.

 

Un día compró una rueca de hilar nubes.

Decía que en la plaza bien podría abrir

un negocio celeste para achispar acontistas.

Pasaba horas golpeando el pedal,

hilando el día,

ovillando la lana.

Desde allí urdió toda la orilla del cielo

sin conseguir una sola moneda.

 

Otro día

se hizo a un viejo auto

para sortear la soledad de los caminos.

Con él cruzaría las fábricas del humo,

las páginas secretas de las grandes montañas,

hasta llegar a La Habana

o Nueva York.

Pero la noche lo dejó tirado a un lado de la carretera,

reparando el veterano motor oxidado.

 

Raras tareas emprende mi padre,

cultivó los sueños de los ondeadores de banderas,

comerció con olvidos,

amasó el pan

para el inspector de patatas fritas,

escribió cartas de despedida para amas de casa,

hasta afiló los lápices de tercos burócratas

en una corte de un país

que no aparece en ningún mapa.

 

Hoy comprendo que mi padre

es un poeta a su manera,

atesora la derrota

como quien guarda

palabras perdidas en la billetera.

 

Sin saberlo, padre,

con cada inútil negocio,

me ordena mi noble función en el mundo:

el oficio de escribir,

a cada instante,

el arte de la pérdida.

 

 

 

ROBERTO JUARROZ

 

He abierto la palabra amor

y, adentro, encuentro otras palabras

que no dejan de mirarme fijamente.

Escojo una de ellas,

le hago también un orificio,

para ver más adentro en el lenguaje,

y allí encuentro una palabra

que se parece al corazón del mundo.

 

En medio de las dos mitades del lenguaje,

sobre la línea que separa el comienzo y el final,

comprendo que un vocablo,

más profundo

que el abismo de Dios, nos sostiene.

 

Todo lenguaje se contiene a sí mismo,

como toda palabra que decimos o callamos,

lleva adentro la soledad del hombre.

 

 (De El humo de la noche rodea mi casa, 2017)

Henry Alexander Gómez (Bogotá, Colombia, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Dis ... LEER MÁS DEL AUTOR