La noche apenas respiraba
GAS MOSTAZA
Un cielo tejido por la lepra
llenó el canal que había en la falda de la montaña
y nos rodeó de punta a punta.
El teniente Rojas disparó varias veces su lanzagranadas
como quien clausura las puertas de un laberinto
donde la hiedra ha perdido el camino.
Las granadas incendiaron la prisión
y la soga del humo nos apretó el cuello
hasta dejarnos desechos los pulmones.
Incluso el aguacero se colaba
debajo de nuestros cascos de guerra
e intentaba encontrar un pequeño orificio
por dónde respirar.
El infierno tiró al suelo el armamento.
El soldado Orozco le pidió a gritos
a la Virgen María
que le atara el cordón de su bota militar.
El sudor de los fusiles, por primera vez,
me expropiaba del aire
y me cosía los huesos uno por uno
a la risa astuta de la guerra.
Nada quedó a salvo,
ni siquiera las uñas aferradas a las paredes de cal.
—Han dejado de ser reclutas —nos gritó
el teniente Rojas—, se acaban de graduar como miembros
activos de las Fuerzas Militares de Colombia —replicó.
Despertamos con el uniforme lleno de odio,
viejos,
como niños expulsados del paraíso,
con una constelación de sombras rotas detrás de las orejas.
Existe en el mundo
un alto riesgo de caer en las cadenas
que nos ofrece la victoria.
Las cosas iban perdiendo su color natural.
ANTIMOTINES
I
La diana fue a las tres de la mañana.
Una ducha colectiva nos desvistió del sueñ
y la luna
amarillenta
se coló entre las manchas
de nuestros uniformes de guerra.
El sargento Maldonado dio la orden
y los soldados marchamos
como moscas
con la bayoneta atada a la punta de los fusiles.
Una nube de fuego aulló adentro de las bocas
aprisionadas por las máscaras antigás.
El lanzagranadas mordió el aire una vez más
y le dio a la madrugada un hechizo de extrema palidez.
Un alud de truenos secos
sacudió el batallón.
Nuestro baile “antimotines”
nombró cada uno de los miedos.
Todo fue inútil,
excepto por que nos acostumbramos a desayunar
Agente Irritante CS con huevo duro y jugo de naranja.
II
Un par de años después,
el peso del mundo o la gran transparencia
me colocó al otro lado de las filas.
La movilización estudiantil,
los conciertos de guitarras eléctricas
y las consignas en la Plaza de Bolívar
me devolvieron el mortífero gas al cual ya era inmune.
Corrí por la carrera Séptima
huyendo de la sal.
Vi a mis compañeros desaparecer para siempre
adentro de las tanquetas antimotines.
Al final,
escuché una voz queda
anunciando mi implacable destierro:
aprendí que la vida
siempre viene envuelta en papel de aluminio.
(De La noche apenas respiraba, 2018)
GALLINAS
A Felipe García Quintero
En las mañanas,
largos instantes me revelaron
el juego de su pluma,
el cacareo del mundo desde
una noble idiotez.
Su peculiar danza
me habló de un linaje perdido,
la firme intención de ser viento borrado.
Entendí, entonces, la difícil tarea
de romper
con las ataduras del aire,
la música cercana de escarbar en la tierra.
Es verdad que en las gallinas
el día ha encontrado su eje,
el cordón umbilical
en el que sostiene la luz.
Al igual que ellas, escribo la dicha
de ser pájaro caído.
PARÁBOLA DEL PADRE
Padre siempre se sumerge en las más
extrañas empresas.
En un diálogo mudo con la vida,
en una incesante errancia
por el orden prohibido de las cosas,
hizo de la derrota
su sello personal,
una enorme roca de aire para empujar cuesta arriba.
Un día compró una rueca de hilar nubes.
Decía que en la plaza bien podría abrir
un negocio celeste para achispar acontistas.
Pasaba horas golpeando el pedal,
hilando el día,
ovillando la lana.
Desde allí urdió toda la orilla del cielo
sin conseguir una sola moneda.
Otro día
se hizo a un viejo auto
para sortear la soledad de los caminos.
Con él cruzaría las fábricas del humo,
las páginas secretas de las grandes montañas,
hasta llegar a La Habana
o Nueva York.
Pero la noche lo dejó tirado a un lado de la carretera,
reparando el veterano motor oxidado.
Raras tareas emprende mi padre,
cultivó los sueños de los ondeadores de banderas,
comerció con olvidos,
amasó el pan
para el inspector de patatas fritas,
escribió cartas de despedida para amas de casa,
hasta afiló los lápices de tercos burócratas
en una corte de un país
que no aparece en ningún mapa.
Hoy comprendo que mi padre
es un poeta a su manera,
atesora la derrota
como quien guarda
palabras perdidas en la billetera.
Sin saberlo, padre,
con cada inútil negocio,
me ordena mi noble función en el mundo:
el oficio de escribir,
a cada instante,
el arte de la pérdida.
ROBERTO JUARROZ
He abierto la palabra amor
y, adentro, encuentro otras palabras
que no dejan de mirarme fijamente.
Escojo una de ellas,
le hago también un orificio,
para ver más adentro en el lenguaje,
y allí encuentro una palabra
que se parece al corazón del mundo.
En medio de las dos mitades del lenguaje,
sobre la línea que separa el comienzo y el final,
comprendo que un vocablo,
más profundo
que el abismo de Dios, nos sostiene.
Todo lenguaje se contiene a sí mismo,
como toda palabra que decimos o callamos,
lleva adentro la soledad del hombre.
(De El humo de la noche rodea mi casa, 2017)