Piedra filial y otros textos
Rutas Paralelas
Muestra de poesía hispanoamericana reciente
Por Gerardo Miranda
La poesía de Clyo Mendoza muestra una rigurosidad y madurez que es difícil compaginar con su corta edad. La joven escritora se desenvuelve con soltura entre el verso libre y la prosa poética dejando ver el dominio del oficio. En su obra se entreteje una muy lúcida y peculiar visión del entorno, en tanto que la crítica y la suspicacia permean a lo largo de sus líneas que terminan por aproximarse o más bien bordear las fronteras entre la lírica tradicional y una reinvención permanente de lo cotidiano. Textos donde la sencillez se convierte en profundidad y la profundidad no termina de agotarse, mientras se bifurca en más de un sentido, dislocando y transfigurando la realidad con certeros versos.
Piedad filial
Siempre he llorado. Nací llorando. Antes de nacer lloré a través de mi madre. Ella lloraba porque llovía o porque el sol le calentaba el vientre. Conforme fui creciendo dejó de consolarme. Dejamos de llorar, pero seguíamos creyendo en la tristeza.
*
Camino todo el tiempo junto al acantilado
con el deseo cardinal de nunca dejar a mi cuerpo profundamente solo
Quiero dar ese paso y caer
que la caída sea tan natural como mi marcha
Dijo Joseph Goebbels a su amigo Adolfo Hitler una noche en que tomaban juntos y hablaban de amor. Le dijo también que una mentira dicha mil veces se convierte en una gran verdad.
Así me lo contó mi padre.
*
Una mañana mientras mi padre me hacía resolver un mapa cartesiano decidí que ya no quería acertar las cruces de sus planos, trazar cuadrantes, adivinar valores de letras postreras.
Abandoné su incomprensible notación matricial y quise salir al encuentro de mi perro.
Mi padre me detuvo de la manga
-Ojalá te enamores- me dijo serio y luego lanzó su risa y su puño sobre la mesa.
Descubrió esa, la más brutal de las maldiciones gitanas, siendo niño, en una revista Reader’s digest como aprendió a matar calandrias con sus puños galgos.
-Ojalá te enamores-
Mi muerte sigue la pauta de su puño en la madera.
*
Quise hundirme,
caer en el acantilado amar a alguien hundirme.
Amar en serio.
Como los héroes en las habitaciones oscuras o como las aves que nunca se separan.
Tuve un tío que viajaba a ver a la gente que nadie reconoce.
Quiso ser candidato a presidente del pueblo.
Se dice que era querido, noble, honesto.
Lo asesinaron.
Eso aseguró a gritos mi abuela.
Lavó ella misma su cuerpo,
como si fuera aún el niño de pecho.
Lo miraba como al hijo que odias porque no deja de llorar,
como al muerto al que se le reclama pero no vuelve.
Recogió las mantas de su campaña,
las tendió como sábanas en todas las camas
y convirtió su casa en un hostal.
Una casa para qué.
Sus hijos, se dio cuenta, no volverían nunca.
Quise amar a alguien así: hundirme por hacerle justicia en cada uno de mis actos.
*
Tratamos de curar su suerte
devolverle la obsesión vital
pero la víctima ya estaba reservada
Fue una de las frases que se le escuchó a Ricardo Klement en una gélida playa argentina, cuando contaba a su mujer, en Alemania, acerca de su intento de rescatar a un perro.
Así me lo contó mi padre.
*
Pienso que mi madre desea caer en el mismo acantilado. Lo creo porque sus ojos rezuman agua. Rezuman agua como todas las cosas que llevan corriente. Creo que mi madre está luchando, pero sueña el mismo acantilado que yo. Mi madre vio en mí el miedo. Mi madre vio las alas que me sostenían titilando como cadena de oro. Por eso debe ser que cuando nos mirábamos largamente ambas empezábamos a llorar en abundancia.
Evito a mi madre. Mi madre me evita a mí.
*
Una de esas cosas extrañas que hizo mi padre fue regalarme una navaja que tenía brújula, tijeras
y una linterna con pilas de reloj.
Los regalos de mi padre consistían en tener todo para no extraviarme.
El día que me mataron llevaba la navaja.
Balas
Me hubiera gustado tener balas.
Pero me dije: está bien, mira, todo va a estar bien,
que es lo que me decía cuando estaba siendo cobarde.
Igual sucedió, no pude evitarlo
y caí
con la boca reluciendo un agua nueva.
La palomilla tronó junto al foco,
mi padre arrancó las flores de mi ventana
y cuando terminó con su largo silencio
me enseñó a disparar.
De este lado, en el vacío, todo se cumple.
Colgó cartones como objetivos en los árboles
donde nuevos mapas cartesianos se resuelven cada que él dispara
pretendiendo que mi mano es su mano
que su vida es mi vida.
Padre: tu sangre no dibujó el plano para mi derrumbe, le digo.
Pero no me escucha.
*
Eichmann juntó diez mil gitanos
y los sembró de llamas
-Ojalá te enamores
gritaban las masas antes de caer en el lecho deslumbrante
Eichmann miró hasta que el fuego estuvo en reposo.
Sobre las venas mutadas en ceniza se leía:
-ojalá te enamores
la más cruel de las maldiciones gitanas.
Ay, qué inútiles son los juramentos de los nómadas,
se dijo Eichmann.
Volvió a su casa donde su mujer
resolvió cambiarle el nombre
para que la maldición no lo alcanzara:
Ricardo Klement, el nuevo Eichmann,
huyó semanas después
perdidamente enamorado de su causa.
Por ella, años más tarde, lo ahorcaron
en un país al que habían volado las cenizas nómadas
de aquellos gitanos.
Así me lo contó mi padre.
Silencio
(fragmentos)
“El canto del caballo rojo con sacras de color isabelo”
El rojo es el primer color que vemos ¿Cómo podríamos prescindir de él? Si nacemos a través de ese río de placenta y al nacer la sangre nos llena los ojos. Hombres y caballos somos bestias coronadas por la sangre en la abertura, coronados por la luz y el aire desde el momento en que el cuerpo llega. Pero ellos, los hombres, aman y son amados.
Soy Caballo, nací animal y tengo la sensación de ser yo mismo como todo. No sé qué es el amor de los hombres porque siento lo mismo por cada ser y cosa que ocupan un lugar en este mundo. Obedezco al soldado no porque le deba, sino porque le temo y porque para mí él es una parte mía y yo soy suyo.
Puedo oler en los hombres esa sustancia a la que somos ajenos, la sustancia que los atrae y los separa, la que los hace decir: él, el otro. Ella, la otra. Esto: lo que es mío.
Para éste, para Caballo, el amor es igual al odio: preserva la memoria más allá de la apariencia, más allá de la enfermedad y los confines del mundo. El amor de los hombres es una sencilla fruta de la tierra, el banquete incomible, la barca y el esquife. Aman como los perros ladran, los gatos maúllan, como la lluvia cae y los caballos relinchan. Y es lo más duro de la tierra. Veo que el amor es la más natural de las resistencias y que, como mis ojos saben hacer por sí solos, los deja asomarse en la sensación del gran vacío.
Caballo, me dicen, y yo puedo oler en ellos el deseo agresivo de ser uno y no dos, y no millones. Caballo, me dice el soldado, mientras acaricia mi crin como al cabello de alguien que le falta. Huelo su agrio sueño de hacer una alianza.
Pero los hombres sufren y gozan para hacer su historia. Necesitan decir: lo mío, lo otro, yo. Viven para contarse a sí mismos. Siempre, siempre algo que contarse mientras pasan de ser niños a ser adultos, mientras pasan de ser adultos a ser niños y alrededor las cosas nacen en las cosas que se mueren. Su dolor es proporcional a la alegría que estuvo y se fue. Su alegría es proporcional al dolor de perder lo que todavía no se ha ido.
A los caballos se nos demanda ser ecuánimes, pero a veces las patas se nos vencen y caemos impávidos ante la muerte de pequeños fragmentos de nosotros: niños, árboles, otros caballos. No puedo nombrar lo que describo, no puedo llamarlo amor o explicarlo, sólo puedo decir: no podemos permanecer inmutables a los trechos de nosotros que se van muriendo.
“Primer canto del ave”
Era de noche cuando el pescador escuchó que se movía el follaje del mar. Qué gran estrépito. Dormía ebrio en la orilla, pero se levantó y se acercó al agua, algo movía sus escombros. Lejos, más lejos de lo que parecía, cinco narvales cortaban el agua con cuernos plateados.
El pescador contempló la escena unos minutos. El pescador corrió a su barco.
(La madre acunaba en sus brazos la arena. Y qué es la arena: piedras multiplicadas en el golpe vivo del mar. Y así acunaba, como a miles de niños en el pozo de las mareas, como a miles de montañas tri turadas por la transparencia, como a cientos de miles de peces bebidos por las calderas. Y la arena que es la arena es la arena, es la arena, son los cientos de miles de huesos de hombres desterrados, huidos, y la arena es el vitral triturado, también el pulso vuelto polvo marino, la arena es la piel que se ha olvidado de la herida, y la deja mecerse, crujiente y húmeda en la superficie de la tierra.)
Siendo niño, el pescador borracho de la playa escuchó de su madre que las bestias con un sólo cuerno alojado en sus frentes eran curativas. Era niña la mujer cuando leyó en un libro de textos escolares la historia, pero se la contaba al hijo cuando la fiebre no le pegaba en los riñones. El niño pescador se había obsesionado con la idea de encontrar una sola bestia, una sola, para salvarla y quemar de una vez la cifra que había decidido la muerte para ella. Para no cansarse, para no enloquecer, inventó el juego de caminar todos los pueblos posibles, pero tuvo que volver a casa para enterrar a su madre.
(Y qué es lo que acunan los muertos cuando no parten: arena. Acunan arena como a millones de pequeños hijos que les duelen. Incontables y diminutos, los granos son hijos de las conchas del tiempo, de los ahogados que se fosilizan, de los cuernos de las cabras que caen de las montañas.)
Después del estallido de la pólvora negra, los cadáveres se quedaron en la playa, embestidos por el agua de sal y por su propia sangre. El pescador arrancó los cuernos y los molió. Todos convertidos en polvo se pusieron en sobres que anunciaban: “Antídoto universal”. Algunas madres compraban para darle de beber a sus niños —niños hidrocefálicos, niños con cordón enredado al cuello, niños de embarazos prolongados— cuando estaban en el vientre. Y los hijos nacían. Se salvaban. Pero crecían, corrían al mar con el alma colmada de agua y desaparecían.
(La madre acuna a sus hijos muertos y diminutos como el mar acuna su arena. Dos niños y sus sombras pueblan la playa. un niño recoge en una playa un pedazo de hueso. “Es de tortuga”, le dice a su hermano, y siguen caminando mientras el agua les brilla hasta las pantorrillas. El más pequeño mira el hueso a trasluz, el hueso comparte su blancura con la arena. “Es de mujer”, dice el niño, y el mar se agita igual que siempre y ningún pez ni un hombre se conmueven.)
“Tercer canto del ave”
(Todo lo que destruyes te cambia.)
La lluvia fluía en un perro sucio que escuchaba con miedo las balas. La lluvia mojaba a los hombres que asían a los hombres contra los árboles y mojaba también el bulto de ropa ensangrentada. La lluvia levantaba el sonido de las hojas, la tierra agrupaba aguacarne y las almas de las cosas devastadas.
Por qué seremos tan quebradizos.
Silencio, ninguna rama vibraba al tono mismo del universo. Ningún animal, en ningún sitio, podría haber cantado ese segundo en el que todos callamos. Pronto se hará de día. Las gotas se detienen del terciopelo de las rosas, se detienen en la frente y los vellos finos de los muertos. Pronto se hará de día. Saldrán otra vez las mujeres con sus picas, saldrán los hombres. Hallarán junto a este sembradío de milpa el bulto de ropa ensangrentada y enterrarán su pica como lanza hacia la tierra.
Quien los viera a los lejos pensaría que se trata de jornaleros regando semillas para cultivar algún fruto de la zona. No obstante, se trata de familias que hurgan en los suelos para hallar a sus muertos.
La tierra caliente sublima la lluvia, el sol seguirá girando como una tuerca alrededor de la muerte.
La punta de la pica tiene olor a muerto. La lluvia entra a la fosa y riega huesos como a semillas trágicas.
Buscamos un brazo
una cabeza
una pierna
lo que sea.
Hundan sus picas en la tierra removida, húndanlas hasta donde se pueda.
Los hombres cavan, las mujeres cavan, siguen cavando. Algunos buscan en el bulto de ropa el último atuendo que vieron en sus hijos. Los responsables de esta flora silenciosa patrullan, patrullan, siguen patrullando, en una nave pintada de follaje.
(Este texto contiene fragmentos de la nota “Veracruz: la brigada civil halla ropa ensangrentada de jóvenes y niños, olor a muerte, cartuchos”, publicada en Sin Embargo, el 12 de abril de 2016.)
“Quinto canto del ave”
También los muertos sueñan. Los muertos nos sueñan, sueñan vivos en vuelo y a otros muertos navegando en pedazos de ceniza, corazones caldeados en los úteros.
El cuerpo de una madre no aparece; una niña sienta a un niño en sus piernas. Más huesos se suman a la arena. Las ciudades siguen en el estupor, los geranios siguen floreando en sus macetas. El panteón se llena, caen los árboles.
Piensa: este dolor pudiera ser la mirada de un ave que te mira junto a las cosas que han sido devastadas: un bosque, una ciudad enquistada entre huesos.
Puede que tu dolor fuera un animal vivo, porque a decir verdad estamos atravesados por otros seres vivos.
Puede que tu dolor sea un muerto que te está soñando, que sueñe con un niño sentado en las piernas, un niño al que aprietan mientras temen que lo traspase algún animal atroz o el gen de la guerra. El niño pesa tanto como una paloma y en la ciudad las patrullas bombardean luz desde las sombras.
En la guerra una mujer busca a tientas su sangre. En la guerra la mujer encuentra y no es su cuerpo el que sangra. Pequeños triunfos tiene la guerra.
Piensa: puede que tu dolor sea porque un animal atroz te está soñando. Piensa: puede que tu dolor sea porque patrullas irrumpen al sol y hay lagartijas aquí y allá tomando el sol entre la carne.
Despierta, que te mira un caballo y su espinazo es la noche.