Aurora Reyes. Madre nuestra La Tierra

 

Presentamos dos textos claves de la reconocida poeta y muralista mexicana.

 

 

 

Aurora Reyes

 

 

Danza en la playa

Yo seré la sirena de barro:
una cinta de niebla en las piernas,
una estrella de mar en la mano.

Tú serás arcoíris de luna:
un camino de siete cristales
en la luz de una curva desnuda.

De tu amor he de ser caracol.
En mi casa girando la rosa,
el retorno girando en tu voz.

Tú serás una danza inocente
deslizando medusas de sueño
en la playa de pálida frente.

Yo seré aquella nube callada:
mis cabellos azules de cielo,
mis pupilas caminos del agua.

Tú serás una noche de negro:
terciopelo caliente los brazos,
constelada de peces los senos.

Yo seré la canción olvidada
levantando espirales blancuras
en revuelo de líquidas alas.

Tú serás una barca de espejos
en un viaje de lunas quebradas
hasta el último azul del silencio.

Yo seré caballito marino:
a galope, galope las olas,
a galope tendido el abismo.

Tú serás un lucero diamante:
en el agua tus labios azules,
una flor de infinito en el aire.

 

 

 

Madre nuestra La Tierra

A ti, Coatlicue, Madre ominipresente;
principio y fin de todo ser terrenal.

Cuando dormías, Madre
—elásticas hamacas mecidas por el tiempo—,
halo de niebla apenas
en la blanca serpiente de tu órbita,
un diamante de labio transparente
cristalizó la sombra de tu cuerpo.

Tu corazón fue líquida mirada,
juventud sideral enamorada.
En tu vientre, la rosa giratoria congregando
vertientes,
igniscentes anillos, vorágines en danza;
caos elementales de esférica alegría…

Y tu piel invisible se fue haciendo manzana

Primavera terrestre en los cielos nupciales:
manto de aérea nube, satélite de plata,
lenta falda de víboras sedientas,
germinal atributo de oscuras dinastías
entrelazando génesis mortales.

Aprendiste en silencio el secreto profundo;
los varones del sol te lo dijeron
luz a luz, rayo a rayo, en las entrañas.

Fueron en ti las duras raíces de las piedras,
las estaciones broncas, las causas vegetales,
metrópolis enhiestas de verde muchedumbre,
litorales de sílabas cautivas
en los ojos de luces minerales.
Amaneceres, muertes, nacimientos.
Borbotaron fecundos manantiales
al áspero pezón de la montaña
y juntaste en el cuenco de la mano
los mares verticales de tus lágrimas.

Un día primordial edificaste
la arquitectura grácil del poema
—¡almendra del anhelo!—
y el Hombre fulguró en la superficie
del frutal paraíso de tu sueño;
en la espina y la roca conmovida,
en el ala tendida del relámpago,
en la cuna solar de las crisálidas,
en el vértigo vivo del océano.

Le llamaste con todos los nombres de los seres:
pétalo rojo, sorprendido insecto,
fosforescente fiera del corazón del monte
y pájaros y peces de dorada centella.

Horas de soledad y fantasía
ensayando contornos, volúmenes, colores,
en el fruto esperado de la siembra:
¿Cómo será el delirio como espuma?
¿Y la mano del viento como ola?
¿Y la noche en el ojo de la estrella?

El amor con los dedos del silencio
construía la tela de tus cielos…
Apareció la imagen bajo perfil humano:
¡Niebla y polvo cayeron en su mínimo espejo!

Surgió para decir las formas nuevas
que no alcanza tu mano de inocencia,
para viajar tus signos infinitos,
multiplicar por dos tu pensamiento,
escuchar tu canción en su palabra
y poder abrazar tu propio pecho
cuando en ti se desnudan los amantes.

Y abarcar tu destino, poseído
en la suma total de las presencias:
amar tu amor en el espacio abierto,
en el fondo marino de la sangre,
en el barro que anuda las distancias,
en la perla de sal que nos dejaste;
repetir tu latido en la tiniebla
de la frente quebrada del cadáver.

Ahora estás mirándote en mí misma
como el eco insondable del espejo:

Inmensurable Madre,
sembradora,
pasión desesperada,
hacedora implacable,
grano a grano preñada,
gigante paridora.
Cosechera,
mandíbula feroz,
ávida espiga,
grávida golosa,
volcánica, tenaz,
Diosa legítima,
Coatlicue sin quietud,
¡Devoradora!

Madre nuestra La Tierra
que fluyes en el poro de todo lo viviente,
reflejas tu emoción en los plurales,
caminas desde el centro de lo Uno,
prologas el hechizo de los números pares;
que rondas en el paso y la caída,
respiras en el hueco sonoro de la noche,
sonríes en el astro de fuegos tutelares
y en los trémulos cauces del verbo de la leche.

Mueren las extensiones en tus brazos,
de ti nacen honduras y pilares;
¡Qué sabor de granada turbulenta!
¡Qué perfume colérico de sangre!
Eres punto y esfera, muslos de agua,
nido y fosa y atmósfera radiante,
y todas las palabras y los niños
y los gajos de todas las naranjas.

Gravitas en los cálices ocultos,
en la rama calcárea de mis huesos,
en mi vientre de sombra sacudida,
en la memoria de algo
que de ti se desprende y conmigo comienza.

Turba mis continentes tu frescura entrañable
transitada del río callado del misterio,
húmeda de esqueletos y yerba derretida,
devastados veranos y pétreos yacimientos.
¡Tierra de sumergido paraíso
en donde no hay lugar para el destierro!

Ante los horizontes del abismo
en que vierte universos lo perpetuo,
interrogo a la luna de mi muerte:
¿Cómo será la luz como semilla?
¿Y la raíz profunda como vuelo?
¿Y el pacto del silencio y el silencio?
Cuando tomo en mis manos un puñado de tierra
y resbalan sombríos planetas por mi tacto,
me ahoga una ternura dolorosa de niebla,
derrúmbanse los arcos de mi nombre
y ruedo hasta los últimos paisajes
de la tierra que sube por mis labios.