Rueda el cielo
Se esconde
Se esconde triunfal en su cuerpo.
De él me separa su voz
que voy sintiendo en la mía
navegando sus brazos ya cristales.
Menta que nieva del cielo a la garganta
hasta el sueño veloz si distraído,
tú por el alto cuello disfrazado
y destrozado por el blanco rielar de las espaldas;
tú en contraluz de barco gobernando,
guarnecido tumulto sin perderte,
en toros blancos pasas a otros ríos.
Lejos, sopladas conchas sobre sueños,
malos sueños chocando en los jardines,
sobre el mismo nivel de los hastíos.
Lejos, pluma entre islas, solo de jazmines,
girar de las sombrillas a la luna,
inclinarse girándulas besadas.
Patinados espejos entre islas
alzan tu frente en cielo navegable
por sirenas de añil que mortecinas
(entretejida lumbre de inmóvil océano)
saltan de la prisión desvaída de las manos
al exacto lamento de sus ojos.
Triunfal su cuerpo se esconde.
Herida fronda
Herida fronda
se desfigura en redondez
encendida y ponientes
sobre álamos apagados.
Mañanera deidad rehúsa,
el recuerdo y el humo pulsan hilos
de láminas que tiemblan,
o me escuchan y se recortan fríos
en cristal sobre arenas.
Dioses altos, borrosos.
El perfil de tu mano
entre dioses perdidos.
¡Claridad descompuesta! Se cierne
en mimbres agitados, en peldaños
huidos marchita nube en verde
cabecea sus hebras más delgadas,
cernidas tan heridas,
me recorren, me olvidan,
me despedazan, huyen.
Tus esquinas unidas,
perfección nadadora.
Palidez de los libros
en bostezo y velamen.
Curva fragante, chorro
de delfines cruzados.
Cielo en fiesta. Resbalan
blanduras hasta perderse
en anillos ceñidos.
Dulce luz acompasa
al raptor enguantado,
y el herido blancor
frunce su frenesí.
Se desdobla el soneto,
la arboleda y el raso,
sus galantes excesos
miro, regusto, palpo.
Mimbres encendidos.
Las almohadas tan fieles
a la fiel claridad,
alabastros acampan.
Redondez pasajera
prisionera en sus viajes
de inútiles mandatos,
alabanza a la fábula
del riesgo marginal.
Y las fresas reforman
los olvidos más puros.
Pureza del dormido.
Pereza del sonido.
Más allá de la aurora
dormidas hojas oyen.
Rueda el cielo
Rueda el cielo —que no concuerde
su intento y el grácil tiempo—
a recorrer la posesión del clavel
sobre la nuca más fría
de ese alto imperio de siglos.
Rueda el cielo —el aliento le corona
de agua mansa en palacios
silenciosos sobre el río—
a decir su imagen clara.
Su imagen clara.
Va el cielo a presumir
— los mastines desvelados contra el viento —
de un aroma aconsejado.
Rueda el cielo
sobre ese aroma agolpado
en las ventanas,
como una oscura potencia
desviada a nuevas tierras.
Rueda el cielo
sobre la extraña flor de este cielo,
de esta flor,
única cárcel:
corona sin ruido.
Son diurno
Ahora que ya tu calidad es ardiente y dura,
como el órgano que se rodea de un fuego
húmedo y redondo hasta el amanecer
y hasta un ancho volumen de fuego respetado.
Ahora que tu voz no es la importuna caricia
que presume o desordena la fijeza de un estío
reclinado en la hoja breve y difícil
o en un sueño que la memoria feliz
combaba exactamente en sus recuerdos,
en sus últimas playas desoídas.
¿Dónde está lo que tu mano prevenía
y tu respiración aconsejaba?
Huida en sus desdenes calcinados
son ya otra concha,
otra palabra de difícil sombra.
Una oscuridad suave pervierte
aquella luna prolongada en sesgo
de la gaviota y de la línea errante.
Ya en tus oídos y en sus golpes duros
golpea de nuevo una larga playa
que va a sus recuerdos y a la feliz
cita de Apolo y la memoria mustia.
Una memoria que enconaba el fuego
y respetaba el festón de las hojas al nombrarlas
el discurso del fuego acariciado.
Madrigal
El tallo de una rosa se ha encolerizado con las avispas
que impedían que su cintura fuese y viniese con las mareas
cuando estaba tan tranquila en las graderías de un templo
y un marinero llamado por la palabra marea
se ha unido a los clamores de alfileres sin sueño
y le ha dado un fuerte pellizco al tallo de una rosa
lo que no merecía lo que no alcanzaba en su sonrisa
en su cítara en su respiración tornasolada
la cólera de un marinero
mil manos que se alzaban en el remedo de un beso
en esta pirámide de besos
para que en lo alto más despacio más pañuelo más señorita
una rosa una rosa
que no puede aislar ni unas cuantas avispas encolerizadas
que la han vencido que se le han: pegado tenazmente a los flancos
y ya son ramita entre dos recuerdos.
Desconchamiento de lunas que no vienen
sus escamas de otoño
pero el niño que se ha quedado detenido
frente a los encantamientos
de un caballo blanco
se apresura en su dulce memoria de lunares
a evocar sus regalos para ingresar en la nieve
entre dos recuerdos de aire pulsado entre dos conchas
que recorren un hilo de sienes de sien a sien
como entre dos recuerdos
un dedo besado atormentado desnudado
una muchedumbre de Perseos enlunados
que esperan a los más crecidos cazadores de medianoche
porque ha llegado el día que no se alcanza
con media docena de cítaras
redondas espinas siempre festón de nieve enhebrado
que se adelantan con la crecida del aire
de dos conchas entre dos recuerdos
entrecortados silbidos en las graderías de un templo
hasta el instante en que es la sangre de hoy
hojas del recuerdo en las ventanas de las joyerías
ojos que miran cómodamente la avispa
mordiendo el tallo de una rosa
para negártelo en el aire guante fronda lenta flauta
la misma rosa que ha inclinado su frente para recoger tu pañuelo
y esconderlo hasta que pasen los cazadores de medianoche.