Elegías de Duino y otros textos
(Traducción al español de Jaime Ferreiro Alemparte)
INFANCIA
Allí transcurre la larga angustia de la escuela
y el tiempo de espera con objetos indistintos.
Oh soledad, oh pesadumbre de pasar el tiempo…
Y al salir: bullen y suenan las calles,
y en las plazas se elevan surtidores,
y en los parques cobra amplitud el mundo.
E ir por todo eso en traje infantil,
muy distinto de los que van o fueron:
Oh edad singular, oh pasatiempo,
oh soledad.
Y contemplar de lejos todo eso:
hombres y mujeres; hombres, mujeres
y niños, que son otros y vistosos;
y allá una casa, y a ratos un perro,
y un susto mudo, alternando con la confianza:
Qué tristeza sin sentido, qué sueño, qué espanto,
oh que hondura sin fondo.
Y así jugar: pelota y arco y aro
en un jardín que suave palidece,
y a veces, por tocar a los mayores,
ciego y loco jugando al escondite,
pero quieto al anochecer, y volver a casa
pasito a paso, tieso y cogido de la mano:
Oh que comprender siempre más y más huidizo,
oh que angustia, qué peso.
Y arrodillarse muchas horas junto al estanque
grande y gris con el barquito de vela;
olvidándolo, porque otros iguales,
de velas más lindas, circulaban por delante,
y tener que pensar en la carita
pálida que parecía hundirse en el estanque:
Oh la infancia, oh comparación inaprensible.
¿A dónde fue, adónde?
ORFEO, EURÍDICE, HERMES
Fue de las almas fabulosa mina.
Como silenciosas venas de plata
iban por su oscuridad. Entre raíces
brotaba la sangre, que llega hasta los hombres,
y en la oscuridad parecía pesado pórfido.
Nada había por lo demás más rojo.
Veíanse allí rocas,
y bosques incorpóreos. Puentes sobre el vacío,
y aquel enorme, gris y opaco lago,
suspendido sobre remoto asiento
cual cielo de lluvia sobre el paisaje.
Y entre los prados, de tierna y colmada longanimidad,
mostrábase la pálida cinta de un sendero,
tendida como larga palidez.
Y venían por esta única senda.
Al frente el hombre esbelto en manto azul,
que mudo e impaciente ante sí mismo parecía.
Sin masticar su paso devoraba a grandes bocados
el camino; sus manos graves e impenetrables
colgaban siguiendo la caída de los pliegues,
olvidadas ya de la leve lira,
que a la izquierda se hallaba incorporada
como un rosal engarzado en la rama de oliva.
Partidos parecían sus sentidos:
Mientras la mirada se le adelantaba como un perro,
Esperándole quieta frente a un recodo del camino,
el oído iba detrás como un olor.
A veces se imaginaba llegar
hasta los pasos de los otros dos
que debían seguir toda esta cuesta.
Y no era sino el eco de su ascenso,
Y detrás de él, el viento de su manto.
Pero vienen, decíase a sí mismo:
lo decía en voz alta, y lo oía repetir en el eco.
Pero vienen, es que eran dos que andaban
sin ruido. Si pudiera volver
la vista (si el mirar atrás no fuera
la anulación de toda aquella obra
que estaba en curso) tendría que verlos,
a ambos, leves, siguiéndole en silencio:
Al dios de a pie y del lejano aviso,
gorra de viaje sobre ojos claros,
llevando ante el cuerpo flexible vara
y en los talones desplegadas alas;
y a su mano izquierda confiada: ella.
La Tan amada, que de una lira hizo
brotar más llanto, que jamás plañidera alguna;
que del llanto salió un mundo en el que
todo existió de nuevo: bosque y valle,
lugar y senda, animal, campo y río;
que por este mundo-llanto, lo mismo
que por la otra tierra, se movió un sol
y un estrellado y de silencioso cielo,
un cielo-llanto de astros alterados:
por ella Tan amada.
Pero ella iba de la mano del dios,
impedido el paso por las largas vendas mortuorias,
vacilante, suave, y sin impaciencia.
Sumida en sí misma como en sublime esperanza,
sin reparar en el hombre que iba delante,
ni en la senda que subía a la vida.
Sumida en sí misma. Y su estar muerta
la colmaba como una plenitud.
Como un fruto de oscuridad y dulzura
así estaba llena de su gran muerte,
tan nueva que ella nada comprendía.
Hallábase en una nueva, no hollada
doncellez; su sexo estaba cerrado
como un capullo hacia el atardecer.
Y sus manos tan deshabituadas
del tálamo, que aun el más leve roce
del ligero dios que la conducía
le ofendía como un exceso de intimidad.
Ella no era ya aquella mujer rubia
que a veces sonaba en las canciones del poeta,
no más isla y perfume del anchuroso techo,
no era ya pertenencia de aquel hombre.
Estaba ya suelta como larga cabellera,
y entregada como lluvia que cae,
y repartida como acopio centuplicado.
Era ya raíz.
Y cuando rápido súbitamente
el dios la detuvo, y con dolor en la expresión
pronunció las palabras: “¡Él volvió la cabeza!”
Ella nada comprendió, y dijo en voz queda: “¿Quién?”
Pero a lo lejos, oscuro frente a la clara salida,
se divisaba un hombre cuyo rostro
no se podía reconocer. Estaba de pie y vio
como por la pradera, sobre la cinta de un sendero,
con triste mirada el dios del mensaje
daba la vuelta silencioso, y seguía a la figura
que ya desandaba el mismo camino,
impedido el paso por las largas vendas mortuorias,
vacilante, suave, y sin impaciencia.
ELEGÍAS DE DUINO
Sexta elegía
Higuera, hace ya mucho que percibo tu significación,
cómo saltas casi enteramente el florecer,
y dentro en el fruto resuelto a tiempo preciso
acucias, recatada, tu propio secreto.
Como el caño del surtidor tu curvado ramaje impulsa
hacia arriba y hacia abajo la savia, y brinca de su sueño,
casi dormida, en la dicha de su plenitud más dulce.
Mira: semejante al dios en el cisne.
…Pero nosotros nos demoramos,
ay, ciframos nuestra gloria en florecer y traicionados, penetramos
en el meollo tardío de nuestro fruto final,.
A pocos les asciende tan fuerte el impulso de la acción
para instarse y arder con el corazón rebosante,
cuando la seducción del florecer, como la brisa suave de la noche,
les toca la juventud de la boca, les toca los párpados:
a los héroes quizá, y a los temprano predestinados al más allá,
a quienes la muerte, jardinera solícita, dobla de otro modo las venas.
Estos se precipitan allí: se adelantan a su propia sonrisa,
como las cuadrigas en los apacibles
bajo.-relieves de Karnak al rey victorioso.
Maravillosamente próximo está el héroe a los muertos jóvenes
no le importa. Su aparecer es ya existir, con firmeza. Durar
se toma a sí mismo y entra en la constelación cambiante
de su continuo peligro. Allí pocos podrían encontrarle. Pero
el destino que sombrío nos silencia, entusiasmado de pronto,
canta al héroe en la tempestad de su mundo tumultuoso.
Mas yo no oigo a nadie como a él. De súbito me atraviesa
en una corriente de aire el sonido apagado de su canto.
Entonces, ¡cómo quisiera guardarme de la nostalgia. Oh, si fuera,
si fuera yo un niño, si me fuera permitido volver a ser y me sentara
apoyado en unos brazos futuros, y leyera lo que se cuenta e Sansón,
cómo su madre, primero infecunda, parió luego todo!
¿No era ya un héroe en ti, oh madre, no comenzó
allí ya, en ti, su dominadora elección?
Millares se gestaban en tu seno y pugnaban por ser él;
pero mira: él apresaba y soltaba, elegía y podía.
Y cuando derribó las columnas, fue porque irrumpía
del mundo de tu cuerpo en el mundo más angosto, donde
no dejaba de elegir y de poder. ¡Oh madre de héroes! ¡Origen
de ríos impetuosos! Vosotras, abismos, en los que,
desde el borde altísimo del corazón, sollozando
se precipitan ya las muchachas, víctimas destinadas al hijo.
Porque el héroe pasó, cual tempestad, sin detenerse en las paradas del amor,
cada una le transportaba más alto, cada latido de un corazón que por él palpitó;
mas enmudecidas las sonrisas el héroe estaba ya lejos, era otro.