Jorge Fernández Granados

Tao y otros textos

 

 

LOS PECES

Fuimos bajando hasta el fondo
por las calles del puerto. La noche
remaba en el abismo de los ojos. No recuerdo qué tanto
la brisa nos cubrió de sal y estrellas.
Es conveniente dormir a menos que amanezca, dijo,
pero éramos legión para esas horas ya rancias de cantinas.
El ron juntó a los peces
y a todas las criaturas que no duermen
esa noche de pescadores y viajantes, de grasa y aguacero.
Emigramos a La Luna,
que era una carpa improvisada en los
dudosos territorios del suburbio.
Sudores y cervezas, baile, sedimento
de géneros grotescos de alegría,
se fueron combinando con torpeza
hasta temblar en una sombra, un amasijo
de danza, alcohol y extrañas vidas.
Los círculos que lees con tu mirada
no están en realidad aquí,
pero a ti te fue dado contemplarlos,
—dijo sonriendo y se perdió bajo los cuerpos
en la anchurosa fiesta de esa carne.
El ritmo gobernaba la sordidez o la gracia
y en medio de su lago nos fundimos.
Más tarde, ya cansados
los pocos rezagados en La Luna,
sin sueño y con nostalgia de horizonte,
fuimos a buscar el mar:
la sonata del agua, el apetito de su hechizo,
en esa vigilia donde el límite
del cielo y el océano es todavía tiniebla.
Algo nos lleva ante la orilla
a ver cómo la luz se recomienza
y estar aquí sin comprenderlo,
testigos de este mar alucinado,
súbitamente viejos, silenciosos,
oyendo de su más oscuro corazón
una alabanza.
Sentados en el muelle esperamos el día:
poco a poco fue llegando su violeta,
la noticia azul de su marea,
y en el silencio de su gloria amanecimos.

(De Los hábitos de la ceniza, 2000)

 

 

ESPECTROS

La memoria echa sus cartas
en un lento ritual siempre incompleto,
como quien busca una inscripción, el árbol
donde las cicatrices están frescas;
los rostros repetibles de la gente
y el aroma verde de la lluvia,
en esta ciudad la piedra que recuerda
los hoteles y los templos,
la manía amontonadora de los escaparates,
los cafés de luz fría y bebidas tibias
donde se gastaron las palabras
sobre el arte y el amor, entre
otras bellas mentiras inmortales;
el paraíso barato de los cines,
el maquillaje cursi de las citas,
la transparencia de unos ojos
en que todavía no ha entrado el mundo
y arden con ese temblor brillante
entre el asombro y la codicia;
noches que parecen existir
antes de ser vividas
y en que una parte de nosotros muere;
noches de sangre, risa y turbias confesiones,
cuando se aprende a hablar de todo y nada
oyendo cómo pasa el tiempo
encima de la piel desnuda
y en la avenida el ruido de la gente
es mejor que la música, es el fondo
ambiguo, pardo, apurado
de cien historias de nadie
que van poblando de miseria y estrépito la noche;
callejones de carroña y bares
donde la vida es grotesca y bíblica,
donde se oficia el deseo y el sarcasmo
mientras el dolor deja un grieta
que dura más que las palabras;
azoteas muy cerca del cielo
llenas de ropa limpia, gatos y mujeres
que soñaban cosas imposibles y fumaban
pensando en su vida, su país, las dictaduras,
que oían canciones viejas, amaban con rabia
y tenían una maleta al lado de la cama;
también, con su huraño traje gris, los oficios
de la mediocridad o el hambre,
triunfos llenos de fracaso,
despachos desvencijados y desiertos,
mansiones donde nadie
ignora que la vida tiene un irrisorio precio;
inagotables veladas de un carnaval humano
menos siniestro que gracioso y, siempre
a medianoche, más cerca de la soledad que de la alegría,
rompecabezas de alcohol, deseo, disparates
y, sobre todo, quienes buscan una noche de su vida
tener algo más que un buen empleo;
madrugadas de humedad y comezón
en recámaras prestadas
cuando después del sexo el alma tiene prisa
por dormirse o, mejor, buscar un taxi
y salir a la noche de nadie, predadora,
vieja sombra que todo el tiempo nos recuerda
qué breves son los éxtasis del gozo, la fe o la juventud,
qué breves son los sueños por los que damos la vida;
calles siempre menos habitables que el amor y sus espectros,
donde pasan discretamente las historias y se acumulan
como el polvo a la orilla de las bancas,
calles que parecen descifrables a lo largo de los años,
siempre demasiado cómplices
de su reticente aroma a decadencia,
del absurdo rentable de sus hordas,
del cielo que deshace lentamente su corazón de piedra,
calles que a pesar de todo, cualquier día,
ocultan un encuentro, una puerta, un pasadizo,
una extraña inscripción como un secreto
y en donde sabemos que de alguna manera, terrible y hermosa,
aún habita ese nombre que oímos en un sueño.

 

 

TAO

mi madre era una mujer que llevaba su casa a todas partes
mi padre era un hombre que llevaba sus ruedas a todas partes

mi madre era una mujer que dondequiera que vivía buscaba arraigarse
mi padre era un hombre que dondequiera que vivía buscaba la hora de irse

mi madre era una persona que necesitaba un espacio para hacerlo suyo
mi padre era una persona que necesitaba un espacio para recorrerlo

ella quería saber siempre el nombre del lugar a donde llegaría
él quería saber la hora anticipada en la que emprenderían el viaje

ella hacía todo lo posible porque pasara lo que pasara las cosas volvieran a su sitio
él hacía todo lo posible por remover el lugar fijo de las cosas

ella medía el tiempo en círculos
él medía el tiempo en una línea de fuga

lo que aún es un enigma para mí
es por qué en los últimos años de sus vidas cambiaron de papeles
y cuando tuvieron un jardín
mi madre sembró plantas que dan flores
pero mi padre sembró plantas que dan frutos

(De Principio de incertidumbre, 2007)

Jorge Fernández Granados (México, 1965). Ha publicado, entre otros, los libros Resurrección (Aldus, 1995), el cual recibió el Premio Internacional de Poe ... LEER MÁS DEL AUTOR